No se trata de recordar con tristeza lo que Cristo padeció sino de contemplar el amor llevado al extremo
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La Iglesia aconseja a los católicos vivir la Cuaresma como un tiempo litúrgico de preparación a la celebración de la Pascua. Se trata sobre todo de hacer un camino con Cristo para resucitar con Él.
Para lograr estos dos objetivos ayuda una actitud penitencial, luchando contra aquello que nos impide celebrar bien la realidad de Cristo resucitado, y contra lo que nos impide resucitar (tener la vida de gracia en nuestro interior).
Para esta lucha, la Iglesia propone valiosos gestos penitenciales: la recepción de la ceniza en la cabeza, la confesión (para morir al pecado y resucitar con Cristo el día de Pascua), la abstinencia (Miércoles de ceniza, Viernes Santo y demás viernes del año); y los 3 pilares de la cuaresma: el ayuno (Miércoles de Ceniza y Viernes Santo), la oración y la limosna (caridad).
La Cuaresma es pues una invitación a hacer un camino de conversión que lleve a resucitar pensando en la resurrección del Señor, que se celebra el domingo de Pascua de manera más solemne a como se celebra cada domingo del año.
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Hay un modelo para vivir idóneamente la Cuaresma: la actitud de Cristo en el desierto durante los cuarenta días previos a su misión pública: alimentarse de toda palabra que sale de la boca de Dios, no dudar de Dios ni de su acción en mi vida y dar culto de adoración sólo a Dios.
La Cuaresma dura 40 días. Comienza el Miércoles de Ceniza y termina antes de la Misa de la Cena del Señor el Jueves Santo. El color litúrgico de este tiempo es el morado que, en este caso, significa penitencia.
Los cuarenta días de la Cuaresma se inspiran también en el número cuarenta, tan frecuente en la Biblia: los cuarenta días del diluvio, los cuarenta años del éxodo, los cuarenta días que vivieron Moisés y Elías en la montaña.
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Después de la Cuaresma viene el triduo pascual y después el tiempo pascual. El triduo pascual es la conmemoración de la pasión, muerte y resurrección de Jesús; comienza con la misa de la cena del Señor el Jueves Santo y acaba con las vísperas del domingo de Pascua.
El triduo pascual son tres días vividos junto a Jesucristo, esperando la celebración litúrgica de su realidad de resucitado. Las diferentes fases del triduo pascual a lo largo de los tres días se deben ver como un todo, como una especie de tríptico: tres cuadros que conforman uno solo.
Cada cuadro es independiente, es completo, pero no se entiende sin los otros dos; cada cuadro debe ser visto en relación con los otros dos.
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El triduo pascual muestra que la resurrección llega cargando la cruz hasta morir en ella. Lo que en verdad dura y es definitivo es la resurrección y no el camino de cruz que es temporal. En la vida vamos de lo temporal a lo eterno.
El triduo pascual enseña a ver el dolor y la cruz en su justa dimensión, sin centrarnos ni quedarnos en ellos. El sufrimiento, el dolor, los sacrificios no tienen valor en sí mismos.
Lo tendrán a la luz de la fe, si son expresión de amor a Dios y a los demás y si los asumimos para identificarnos con Cristo crucificado a quien tenemos que mirar e imitar y quien sabía que resucitaría.
El misterio pascual recuerda que en la vida se entrelazan inevitables momentos de dolor y momentos de gozo.
Vivir en función de buscar gozo y placer a toda costa prescindiendo del dolor y huyendo de la cruz y de las penas es una actitud errónea.
Y errónea es también la actitud de centrarnos y quedarnos sólo en el sufrimiento, en el dolor, en los sacrificios prescindiendo de la experiencia del Cristo resucitado y glorioso.
El camino cristiano es el camino de la cruz que a su vez es camino de resurrección; es vida que brota del dolor y de la muerte. Además en la vida de Cristo el dolor y la cruz tienen un valor redentor.
La cruz, por tanto, no es sólo un doloroso recuerdo; es un medio transfigurado por la gloria de la resurrección.
El dolor toma su mayor sentido a la luz del resucitado. No es algo aislado sino la antesala de la gloria cuando es vivido con espíritu cristiano.
El dolor es uno de los ingredientes que llevan a la alegría de vivir resucitados. El dolor que implica la cruz no solo es seguido por la resurrección sino que ya la contiene en sí mismo.
“En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo” (Jn 16, 20).
En la Semana Santa lo importante no es el recordar con tristeza lo que Cristo padeció, sino entender por qué murió y resucitó.
Es celebrar y revivir su entrega a la muerte por amor a nosotros y permitir que su resurrección fuera primicia de la nuestra.
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Por lo anterior la Iglesia invita a vivir la Semana Santa con fe e intensamente; reflexionando, orando y celebrando en comunidad el amor de Dios por nosotros llevado al extremo.
Para los cristianos, la Semana Santa no es un simple recuerdo de un hecho histórico cualquiera: es la contemplación del amor de Dios por cada uno a través del sacrificio de su Hijo.
Vivir la Semana Santa es acompañar a Jesús con oración, sacrificios y el arrepentimiento de los pecados. Responsablemente, ojalá en familia.
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La Iglesia invita a los católicos a hacer un alto en el camino y vivir la Semana Santa como un tiempo privilegiado para agradecer a Cristo el misterio de la redención, para favorecer el recogimiento interior que lleve a cambiar, y corresponder a todas las gracias obtenidas por Jesucristo.
Se trata de contemplar la trascendencia del misterio pascual, no de una manera pasiva, sino muy activa, por ejemplo acercándote a la parroquia (si puedes, y si no en casa).
La Semana Santa es una valiosa oportunidad para profundizar en las principales verdades de la fe, y valorarla y renovarla para así profundizar en la relación con Dios.