La naturaleza del Poder Ejecutivo es llevar a cabo lo que le ordena el pueblo soberano en función del Bien Común. La del Legislativo es crear el orden jurídico que rige la vida social para garantizar el Bien Común. Y la del Judicial es sancionar toda falta al orden jurídico para retornar al Bien Común.
Queda claro que son competencias diferentes que, naturalmente, exigen independencia y autonomía; pero, al mismo tiempo, son responsabilidades complementarias pues todas ellas van dirigidas al Bien Común; lo anterior supone un delicado equilibrio de pesos y contrapesos que, si se pierde, se fractura el Estado de derecho y se distancia la posibilidad del anhelado Bien Común.
La división de poderes en la Doctrina Social de la Iglesia
La Iglesia, en su Doctrina Social, hace eco de este principio democrático de la división de poderes, y lo vincula como principio del Estado de derecho:
“Es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia, que lo mantengan en su justo límite. Es éste el principio del ‘Estado de derecho’, en el cual es soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres”
Eludir el Estado de derecho es atentar contra él
En México estamos siendo testigos de una deformación democrática que oculta un peligroso autoritarismo. Dos ejemplos de este atentado al Estado de derecho son:
1 | La sobrerrepresentación legislativa: es decir, el que un partido tenga más legisladores de los ganados en las urnas.
Esta deformación tiene doble origen: por un lado, la deficiencia legislativa que permite esta lamentable distorsión aritmética; y por otro, el “chapulineo” de los legisladores que brincan de un partido a otro según negociaciones entre particulares, al margen de la voluntad popular.
Y nosotros, ciudadanos de a pie, al ver semejante atentado a la democracia nos preguntamos: ¿qué está haciendo el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación ante tal abuso y violación a la voluntad expresada en las urnas? ¿Dónde quedó el orden constitucional que nos garantiza democracia y justicia electorales?
2 | La deformación del Poder Judicial con medidas pseudo democráticas que ponen en riesgo su autonomía e imparcialidad.
El hecho de someter a la voluntad popular la elección de los jueces, magistrados y ministros, lleva a privilegiar la simpatía del candidato, su popularidad, las relaciones con sus promotores, y la eficacia de su plan de mercadotecnia, por encima de su idoneidad; esto es, de su preparación académica, experiencia en la impartición de justicia, y absoluta libertad y autonomía en todas sus sentencias.
Hemos escuchado a defensores de esta reforma aberrante señalar: “¿Cómo va a ser autoritaria una decisión que en esencia es democrática y permite que el pueblo decida?” La respuesta a ello es muy obvia: porque no corresponde al pueblo decidir sobre la idoneidad de los juzgadores ya que se trata de una labor eminentemente técnica y jurídica que compete a peritos en la materia, sujetos estos al ordenamiento jurídico que garantice el que sus decisiones sean las adecuadas.
Y de nueva cuenta, nosotros, ciudadanos de a pie, al ver semejante atentado a la democracia nos preguntamos: si el binomio Ejecutivo-Legislativo tiene tanto interés en “democratizar” la función pública ¿por qué no son coherentes a ello al someter a elección popular a los miembros del gabinete presidencial?
La supremacía (in)constitucional
Hasta antes de que los diputados federales y senadores de Morena -incluyendo sus legisladores chapulines, sus partidos camaradas, y los congresos locales afines- aprobaran la reforma constitucional llamada de “supremacía constitucional”, la Constitución estaba blindada por dos poderes –el Legislativo y el Judicial–. De hecho, hay muchos ejemplos de legislaciones imperfectas que han tenido que modificarse por orden del Judicial para ser armonizadas con la Constitución.
Con la citada reforma, esto permanece vigente únicamente con respecto a las leyes secundarias, pero ha desaparecido tal blindaje cuando se trata de la propia Constitución, salvo que se viole el debido procedimiento. Ahora ya no proceden amparos, ni se puede controvertir ninguna reforma constitucional. En la práctica, ha desaparecido el equilibrio entre el Legislativo y el Judicial.
Esto es tan grave y lamentable que ahora, por ejemplo, el Legislativo puede reformar la Constitución, sin que nadie se lo impida, para:
- Abolir uno o más derechos; por ejemplo, la libertad de expresión para que nadie lo critique... la libertad de culto para que la Iglesia no salga con que tiene una Doctrina Social que legítimamente le obliga a enseñarnos a participar en la construcción social desde los valores del Evangelio…
- Disolver el pacto federal…
- Cambiar el nombre del país…
- Eliminar la soberanía en aras de un pacto internacional de gobiernos populistas…
- Permitir la esclavitud…
- Permitir la pena capital…
- Convertir a México en una monarquía…
- Suprimir la laicidad del Estado…
- Instaurar una dictadura militar…
No estamos señalando que en este momento el binomio Ejecutivo-Legislativo haya propuesto algo de lo señalado, pero sí que ahora le será posible hacerlo pues ya no hay quién le haga contrapeso y le obligue a enmendar yerros y apegarse al espíritu del constituyente. En otras palabras, la tan llevada y traída supremacía constitucional es, en realidad, supremacía inconstitucional, pues deja a la Constitución al arbitrio de una mayoría legislativa.
Es tiempo de participar
La Doctrina Social de la Iglesia anima a la participación de los fieles laicos en toda la vida social. Este principio –el de la Participación– es “uno de los pilares de todos los ordenamientos democráticos, además de una de las mejores garantías de permanencia de la democracia. El gobierno democrático, en efecto, se define a partir de la atribución, por parte del pueblo, de poderes y funciones, que deben ejercitarse en su nombre, por su cuenta y a su favor; es evidente, pues, que toda democracia debe ser participativa” (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 190).
De entre todos los niveles de participación, la electoral es la más básica. Muchos fieles laicos se limitan a ello, mientras que otros se abstienen de esta mínima participación.
La coyuntura histórica que estamos viviendo exige dejar tal indiferencia en el pasado y convertirnos todos en activos gestores y custodios del Bien Común, conscientes de que esto no es ajeno a la fe, sino constitutivo de la misma pues tiene que ver con la moral social que se desprende de los derechos y la dignidad humana que nos viene al haber sido creados por Dios a su imagen y semejanza.