"Recibí esta flor como una reliquia", escribe santa Teresita de Lisieux en sus memorias cuando evoca la flor de saxifraga que le ofreció su padre el día que recibió la bendición para entrar en el Carmelo. Una florecita blanca con la que se identifica totalmente: ella también es amada por Dios y llamada a echar raíces en una tierra distinta al capullo familiar para dar fruto.
Por supuesto, las rosas están íntimamente ligadas a la espiritualidad y, por tanto, a la iconografía de Santa Teresa. Por lo general, se la representa sosteniendo un crucifijo contra su pecho en una mano, cubierto con un ramo de rosas que arranca con la otra mano.
Se trata de un dibujo realizado por Sor Geneviève en 1912 a petición del obispo de Teil, ampliamente difundido desde abril de 1923, fecha de la beatificación de santa Teresita, en forma de imágenes y postales.
De hecho, sus poemas, y, más explícitamente, sus manuscritos autobiográficos, exploran el simbolismo de la rosa sin hojas: "No tengo otra manera de demostrarte mi amor, que arrojarte flores, es decir, dejarte un sacrificio no pequeño".
En uno de sus poemas se lee:
Jesús, Amado mío,
al pie de tu calvario
quiero, todas las tardes,
arrojarte mis flores,
deshojarte mi rosa
-mi rosa primavera-
y enjugar con sus pétalos
tu llanto, mi Señor.
Para santa Teresita, la rosa sin hojas es el símbolo del alma que se sacrifica, que todo lo hace por amor, y que se consume de amor a Jesús.
Son también las rosas las que la inspiran pocos meses antes de su muerte: estas flores simbolizan todas las gracias que ella desea derramar sobre la tierra. Teresa planea "hacer caer una lluvia de rosas". Fórmula ya célebre, pronunciada el 9 de junio de 1897, tres meses antes de su muerte, en respuesta a Sor María del Sagrado Corazón que le decía: "Estaremos muy tristes cuando mueras".
"¡Vaya, no!", responde Teresita, "ya verás, será como una lluvia de rosas". Una referencia a una vida de san Luis de Gonzaga que se leía en el refectorio del Carmelo: hablaba de un paciente que vio caer una lluvia de rosas sobre su cama, símbolo de la gracia que se le iba a conceder.
La flor de saxifraga
Sin embargo, otra flor tiene toda la atención y el cariño de Teresa. El 29 de mayo de 1887, día de Pentecostés, Teresa, a sus 14 años, confió a su padre su deseo de entrar en el Carmelo. Su padre le habla entonces "como un santo", subraya Teresa, y le da su consentimiento.
Luego se acerca a una pared y arranca una pequeña flor blanca –una flor de saxifraga– con la que Teresa se identifica, una pequeña flor amada por Dios y llamada a florecer en una tierra distinta a la tierra familiar de sus primeros años:
"Acercándose a un murete, me mostró unas pequeñas flores blancas parecidas a lirios en miniatura y tomando una de estas flores, me la dio, explicándome con qué cuidado el Buen Dios la había hecho nacer y la había guardado hasta este día; al oírlo hablar, pensé que estaba escuchando mi historia, había tanta semejanza entre lo que Jesús había hecho por la florecita y la pequeña Teresita… Recibí esta flor como una reliquia y vi que cuando la quise recoger, papá había arrancado todas sus raíces sin romperlas: parecía destinada a vivir aún en otra tierra más fértil que el tierno musgo donde habían pasado sus primeras mañanas… Efectivamente era la misma acción que papá acababa de hacer por mí por unos momentos antes, permitiéndome subir a la montaña del Carmelo y salir del apacible valle que fue testigo de mis primeros pasos en la vida".
Esta flor tiene tanta importancia a los ojos de Teresa que la conserva en un ejemplar de la Imitación de Cristo, en el capítulo titulado "Que debemos amar a Jesús sobre todas las cosas", y la conservó allí durante muchos años.
En 1895 confiesa: "Ahí está ella todavía, solo se le rompió el tallo muy cerca de la raíz y el Buen Dios parece decirme con esto que pronto romperá los lazos de su pequeña flor ¡y no dejará que se marchite en la tierra!".
Finalmente, Teresa pega su querida florecita blanca sobre una imagen de Nuestra Señora de las Victorias. En el reverso de la imagen está escrito el último texto de puño y letra de Teresa, en la fiesta de la Natividad de la Virgen: "Oh María, si yo fuera la Reina del Cielo y tú fueras Teresa, ¡quisiera ser Teresa para que tú fueras la Reina del Cielo!" (8 de septiembre de 1897). Teresa murió unas semanas después, el 30 de septiembre de 1897.