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Hace unos días vi “La boda de Rosa”, película que se estrenó en España en el 2020. Recibió dos premios Goya y otros reconocimientos. El film describe la necesidad de reconciliarse con uno mismo para ser feliz. Su trasfondo representa el papel de la mujer como cuidadora, a la vez que denuncia la dramática situación que viven la mayoría de las mujeres de nuestro país al asumir el peso de la doble carga, tanto en la familia (sin compartir tareas) como en el trabajo.
Sin embargo, este drama adquiere un punto de profunda tristeza y poco crítico. Rosa decide casarse con ella misma y realiza una boda tradicional al uso, con invitados, con ritual pseudocatólico, con traje de novia, alianza y convite. Con ello quiere rebelarse ante el papel que se le ha asignado, un rol en el que ninguna mujer nos queremos ver reconocidas y tratamos de huir aunque solo sea de manera simbólica a través de una boda ficticia para renunciar a todo lo que el peso de la vida nos ha colocado sin querer, a lo que se nos ha echado a cuestas en forma de trabas a nuestra libertad.
Cumplir como eficaces "superwomen"
En Occidente por el peso de un mundo capitalista y consumista que nos exige estar y cumplir en todos los órdenes de la vida como eficaces superwomen, empezamos a vislumbrar a muchas mujeres que se rebelan, casándose con ellas mismas, como muestra de que existe un respeto y una fidelidad al ser que va más allá de cualquier rol en el que se nos haya encapsulado.
No obstante, yo añadiría a esto lo siguiente: ¿por qué necesitamos de una “boda tradicional”, de todo un ritual para comprometernos con nuestro propio desarrollo y respetarnos a nosotras mismas ante el mundo entero? Existe detrás de esto una lectura de la sologamia que quizás no sea la que hagan algunos críticos mordaces de esta moda y no acertarán cuando se rían de tan estrafalario espectáculo que tiene como objetivo cantar al mundo entero que una mujer no necesita a nadie para ser feliz. Con una salvedad: necesitamos a Dios.
Yo puedo quererme y respetarme a mí misma, puedo ligarme a mí misma para siempre (aunque algunos abanderados de la más que obsoleta ideología hasta piensan que no tenemos que aceptar una identidad concreta porque incluso esto puede cambiarse), puedo reconocer que no necesito a un hombre para ser feliz, puedo decir que entregaré mi vida cuando quiera y como quiera al servicio de otro o de otros siempre que sea libre.
No estamos solos
Lo que no me está permitido hacer es huir de aquel que certifica esto en el origen mismo de mi existencia, antes de que yo viniera al mundo. Esto que se reconoce como una dignidad inviolable, dada a todos los hombres y mujeres que pueblan la tierra, que va más allá de lo que yo quiera y decida sobre mí misma, es el hecho de que no estamos solos.
Con todo, lo cierto es que los índices de soledad son alarmantes. Vivimos en un mundo en el que nos sentimos encerrados a pesar de tener más medios para suponer que estamos interrelacionados e intercomunicados con los demás. Por otra parte, la búsqueda desmedida de la felicidad se ha convertido en una preocupación narcisista por uno mismo -somos los hijos del gimnasio, del consumo y de la imagen- con lo que esta moda de la sologamia aparece como la culminación del narcisismo, todo un “avance” en la revolución cultural, una erradicación de las condiciones represivas del pasado que, sin embargo, se utilizan como el ritual necesario para abrir la puerta a un futuro que reproduce los peores rasgos de una civilización que lleva décadas agonizando.
Dulcificar la realidad pensando que así encontraremos la felicidad
Los fracasos, los sufrimientos de la vida, sustituir a un amor que te ha decepcionado por otros que también lo harán, huir de la angustia que produce educar a los hijos, la frustración de no sentirse queridos ni reconocidos, o de haber sido abandonados, etc… nos llevan a dulcificar esta cruda realidad diciendo que nos amaremos a nosotros mismos en la salud y en la enfermedad, en las alegrías y en las penas todos los días de nuestra vida. Solo a nosotros nos corresponde la búsqueda de la felicidad y si no la encontramos es culpa única y exclusivamente nuestra. Lo cierto es que es una reacción natural y comprensible, si bien falaz.
¿De verdad no necesitamos a nadie más?
¿Qué si no significa en profundidad casarse con uno mismo? Es un signo más de una posmodernidad que no sabe a dónde va, que ha perdido el norte, que va a la deriva.
Quizás esta experiencia de soledad y de encierro nos lleva a querernos más a nosotros mismos, a engañarnos con eso de no necesitar de nadie más solo por el sufrimiento que ello conlleva, pero que en lo más recóndito de nuestro ser reconoce el vínculo más originario e inextirpable: que no estamos solos, que hay Alguien que estará con nosotros hasta el fin del mundo, Alguien sin el cual toda nuestra soledad y amor por nosotros mismos no es sino el corolario de un mundo abandonado al ego narcisista que una y otra vez se abandona a su propia infidelidad: la de construirse solos.
Y desde ahí no hay boda alguna que resista, pues no hay mayor herida que la de creerse Dios en un mundo sin Dios.