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Lo que está en juego en una conversación cualquiera

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Elena Makovei| Shutterstock

Carlos Padilla Esteban - publicado el 23/09/21

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Cuesta mucho abrirse al pensamiento de mi hermano. Entrar en su corazón y comprender sus razones, sus sinrazones.

Cuesta calzar sus zapatos y vestir sus medidas. Cuesta pensar que la vida es como él la mira y las cosas son como él las ve.

Me cuesta salir de mí para ver los ángulos y recovecos del corazón del que no piensa como yo. Bajar a la altura de su tierra, subir a las cimas de sus vuelos.

No sé cómo hacerlo para dejar cerrada mi mente y apartar un poco mi corazón. Y que los prejuicios no me cieguen, ni tampoco me bloquee la forma de pensar del que no se acerca a la realidad como yo.

No sé cómo pero en seguida juzgo, condeno y aparto de mí al que no viste mis mismos colores y habla mis mismas palabras.

Como si yo tuviera siempre la razón y mi forma de pensar fuera en cada momento la correcta.

Me falta flexibilidad, docilidad y apertura. No cerrar la puerta al que no es de mi línea, de mi pensamiento. Al que no tiene mi misma mirada.

Las emociones subyacentes

Muchas veces las discrepancias me llenan el corazón de dolor, de tristeza, de amargura. Por no saber lidiar con las emociones de mi alma, del alma de mi hermano, ni con las mías propias:

«La emoción es inconsciente, natural y positiva. Lo que hagamos con ella es lo que deja consecuencias, positivas o negativas, según el peso y el paso que le hayamos dado y que son los que hacen que la emoción nos aporte algo positivo o negativo».

Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa

La verdad es que no se discute por una nimiedad, siempre hay razones ocultas, desavenencias más hondas, motivos más verdaderos dentro del pozo de mi alma.

Esas emociones profundas son las que mueven mi corazón y me llevan a expresar en palabras lo que siento. Por eso no es una nimiedad.

Los dos niveles de la conversación

Discuto, eso sí, por motivos triviales. Es la excusa para abrir la puerta de mi alma y sacar todo lo que vive allí, encerrado.

Y entonces en la discusión, en la exposición de mis ideas, hay mucho más que razones objetivas.

Hay un grito escondido en mis silencios. El deseo oculto de ser querido, aceptado, valorado.

Una razón que nada tiene que ver con los argumentos expuestos, con las teorías, con mis puntos de vista.

Es como si la discusión se moviera en dos niveles distintos. Uno aparentemente objetivo y válido, en el que cada uno expone sus razones.

Y el otro se halla soterrado, oculto. Allí mi alma está llena de rencores y resentimientos, envidias y celos, falta de amor y deseo de ser querido.

Detrás de esas discusiones tan intrascendentes se esconde el motivo verdadero, mis ansias de tocar el corazón de aquel al que siento lejano. O tal vez de aquel que creo que me ignora y no valora lo suficiente.

Mejor que tener la razón

Y entonces no sé comprender de dónde vienen esos puntos de vista tan distintos.

No logro dejar a un lado las razones que me llevan a querer tener razón. Quizás no son tan importantes.

No se trata de vencer con argumentos fabulosos en temas intrascendentes. No se trata de ganar y tener razón en todo lo que digo.

Muchas veces cuando cedo y me acoplo, cuando acepto que no tengo la razón, es cuando la vida tiene sentido y en mi pobreza se abre mi corazón.

En ese momento todo es más fácil y caen las barreras que me separan. Y veo en mi hermano a una persona en búsqueda de amor, y de un sentido en su vida. En búsqueda de su propia libertad interior.

Entonces dejo a un lado la discusión teórica y objetiva, para acoger el grito del alma que desgarra todas mis resistencias.

En el mundo de las emociones todo es más sutil y confuso al mismo tiempo. En ese mundo la razón teórica importa poco y valen más los abrazos y la escucha atenta y enaltecedora.

¿Ganar una discusión?

Creo que mi orgullo no me deja dar por zanjada la discusión. Creo que tener razón me hará más feliz y me devolverá la dignidad. Sentiré que me han tomado en cuenta y valorado. Es como si de repente al darme la razón fuera más feliz.

Pero todo es mentira.

Ni aun ganando todas las batallas dialécticas añadiré un gramo más de alegría a mi ánimo.

El orgullo de haber vencido no me regala amor. Sólo logra que mi vanidad se haga más fuerte.

Habré vencido otra vez. Habré demostrado que valgo, que soy inteligente, que mis razones son las mejores.

Enfrentaré a mi hermano en una batalla dialéctica. Él contra mí y yo contra él. El vencedor será feliz, es lo que creo.

Pero luego sólo me queda el vacío en el alma. No ahorraré esfuerzos en la lucha, pero ¿para qué? Al final mi orgullo me hará quedarme solo. Tendré razón pero no contaré con nadie a mi lado para compartir mis victorias.

Decido no entrar en todas las peleas. Y le pido a Dios más sabiduría para ver las emociones que se esconden detrás de esos argumentos que no comparto.

Quiero llegar al alma del que está ante mí. Oír sus gritos y calmar su llanto. Quiero hablar menos y escuchar más. Dejar pasar el tiempo hasta que el corazón se calme.

A menudo en mis argumentos no descubro las emociones solapadas. Tendría que conocer mejor mi alma, guardar más silencios para interpretar mis miedos, mi rabia, mi cansancio.

Y dejar que Dios entre dentro de mí y me dé paz. La rabia y el resentimiento no me ayudan. La paz y la aceptación de la realidad me dan luz.

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comunicaciondialogoemocionesempatía
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