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Damos demasiado por sentado ver la Cruz y al Crucificado como la representación habitual de Dios, y quizás baste con salir un poco, o hacer como si se viniese de fuera, para darse cuenta de que la imagen de todo un Dios omnipotente como un muerto ensangrentado tiene algo de insólita y poco evidente, especialmente para aquellos que no provienen de una cultura cristiana.
Si a cualquiera de nosotros nos dijeran que esbozáramos un símbolo de poder, o señaláramos un personaje poderoso, no ofreceríamos con casi toda probabilidad la de un doliente moribundo o un achacoso desahuciado clavado en una cruz.
Bastaría comparar la imagen del Cristo crucificado con la de otros dioses, empezando por Odín, Buda, los dioses egipcios o cualquier dios de las religiones precolombinas para entender que a cualquiera que no estuviese dentro esa historia cristiana le costaría comprender cómo es posible que la representación del Dios “todopoderoso” mostrara de “todo” menos “poder”.
Sería posible ver en otros dioses algunas cicatrices, pero no, desde luego y en ningún caso, las de un galileo ejecutado en público y previamente torturado. Así dicho, y quizás no hay otra forma de decirlo, se trata de la representación y la historia final de un perdedor.
El argumento y muchos de los detalles de la película son muy conocidos: Ganadora de 3 Oscar, incluida mejor película; un desconocido Stallone escribió el guion y lo vendió por apenas nada pero bajo la garantía de que se le diese el papel principal, etc.
Pero a todo ese anecdotario le cabe añadir la sutileza de Stallone cuando escribió tan brillante guion (que en algunas cuestiones sería acertadamente retocado por la productora). Stallone vio por televisión uno de los combates del gran Muhammad Alí. Alí ha sido el mejor boxeador de los pesos pesados, y, con mucho el más mediático fuera del ring.
La figura de Apollo Creed es un reflejo parcial de aquel Alí tan buen boxeador como locuaz, y tan grácil en sus movimientos como preciso en sus golpes. Enfrente tenía a Chuck Wepner, que era un casi retirado, tosco y poco atractivo física y mediáticamente boxeador.
Pero en el noveno asalto sucedió lo inimaginable: Wepner tiró a la lona al dominante Alí. El combate llegó angustiosamente al decimoquinto asalto, ganando Alí en un desesperado KO técnico. Alí arremetió con todas sus fuerzas contra un Wepner que se había preparado muy seriamente el combate al que Alí daba por ganado y como ocasión para su lucimiento propio (a Wepner le coserían 36 puntos tras el combate).
Stallone tuvo la sagacidad de ver en la derrota de Wepner algo más grande que la propia victoria de Alí. Y eso es Rocky, y en muchos sentidos la vocación cristiana y también la sacerdotal: una grandeza aparentemente oculta en una derrota, una victoria del enemigo que no es final porque ha olvidado que la batalla verdadera sin ser más real, es más grande, más amplía, profunda.
Rocky es la historia de un perdedor, de alguien que va mantener sus heridas hasta el final, permitiendo que esas mismas heridas y ese perder sean la señal más propia de su victoria personal. En cierto modo los sacerdotes están llamados a ser otro Cristo.
Cierto que todo cristiano lo está, pero en su caso de forma tan visible como la ostentación geográfica que significa una cruz encima de un monte, o tan visible al menos como lo fue el Cristo para sus seguidores. Ya no es solo la historia de un perdedor, sino la de aquel que está dispuesto a serlo bajo la mirada fija de los demás hacia un ring. Perder, en el cristianismo, es perder públicamente (ante un público) al que uno se ha mostrado sin reservas.
En ese contexto –y la película empieza con el plano de un Cristo en el momento de la consagración sobre un ring- hay tres subrayados en esta historia.
En primer lugar, Balboa tiene una vocación al boxeo llena de lo que se puede llamar una decidida irregularidad. Rocky sigue llevando en su cartera fotos de todos sus combates que le muestra orgulloso a Adrian en su primera cita. “¿Por qué quieres boxear?”, le pregunta Adrian, “porque no sé ni cantar ni bailar”.
Pero lo cierto es que el boxeo es su refugio, su lugar más propio, el sitio que no abandona y que lamenta cada vez que se aleja de él. Cuando pierde su taquilla en el gimnasio, Mickey se lo dice claro: “Tienes corazón, pero peleas como un mono”, y poco después se lo dice aún más claro: “tenías talento para ser un buen boxeador, y en vez de eso te convertiste en un matón parte-piernas de un prestamista de segunda […] desperdicias tu vida”.
La mirada de Rocky muestra que aunque él entiende como un boxeador, también sabe que entre lo que es y lo que quería ser hay un vacío lleno de nebulosas. Su mirada en el espejo donde tiene una foto de cuando era niño (foto que es del propio Stallone) genera un silencio lleno de significado.
Hay algo que no encaja entre lo que ese niño quería y lo que se ha convertido. Pero Rocky ha seguido siendo fiel a su vocación. Y entonces sucede lo que en toda vocación verdadera sucede alguna vez: que no solo la elige uno, sino que es elegido en su elección.
De forma sorprendente, Rocky será elegido para hacer lo que nadie, ni el mismo Rocky, creería: competir contra el campeón. “Solo quiero decirle que seré un buen sparring para el campeón, que no le daré golpes bajos”, le dice Rocky al promotor. “No me ha entendido -le contesta este- ¿estaría interesado en luchar contra Apollo Creed por el campeonato mundial de los pesos pesador?”
Y quién en su sano juicio no saltaría de alegría ante semejante oportunidad. Pero Rocky sabe que en su respuesta hay algo más que un sí a un combate decisivo, pues en ella está tanto el reto como la confirmación de lo que quería hacer en su vida. Y eso da, si se es honesto con uno mismo, un vértigo que se trasluce en la espontánea respuesta de Rocky al promotor: “No”. Porque si bien no es fácil decir que sí cuando uno libremente elige, es aún más difícil decir que sí cuando uno es elegido.
Verse en aquel espejo y en la foto de cuando era niño es paradójica pero certeramente un recuerdo más propio del presente que del pasado, porque la pregunta “qué soy” está huérfana si no se la acompaña de la pregunta “qué elegí ser”, y si a esta no se le añade “qué me han dejado ser”, y si con todo no se acaba con la honesta crudeza de “qué he decidido ser”. Y Rocky apostará por su elección original: soy un boxeador.
En segundo lugar, esa misma confirmación de la vocación obliga de suyo a una regeneración. Nada puede ser igual que antes, ni incluso antes del antes, es decir, cuando uno era un joven lleno de sueños. La seriedad y el realismo del entrenamiento de Rocky (parte fundamental y mítica de la película, con las famosas escalinatas de la biblioteca de Filadelfia) son el anticipo de esa confirmación. Cabe decir que muchas de las escenas de exteriores fueron rodadas sin permiso por el bajo presupuesto de la película, y que no había extras en sentido propio sino la propia gente que estaba allí mientras se rodaba.
Pero el cambio de esa regeneración proviene de tres lugares que en la película son tres personas: Adrian, Mickey y el propio Rocky.
La regeneración de una vocación proviene de dos circunstancias: de la elección del otro y de un nuevo empezar, es decir, de un amor y de un perdón. De entre todos los personajes solo Mickey y Adrian creen que tiene posibilidades.
Adrian se lo dice literalmente: yo creo que puedes ganar. Pero la escena de ese “nuevo empezar” que va a hacer las cosas nuevas comienza en el momento en que Mickey acude a casa de Rocky para pedirle ser su entrenador. Rocky, airado, le rechaza al principio, balbuciendo el que es uno de los monólogos más espectaculares de la película.
Nótese como poco a poco el propio enfado de Rocky es parte del reconocimiento de la realidad: “Ahora vienes a mi casa, has tardado diez años en llegar; ¿qué pasa, no te gusta mi casa?, ¿es que apesta? ¡Pues sí, apesta! Yo no te pedí ningún favor, no me lo pidas a mí… Hablando de sus éxitos. ¿Y qué hay de mis éxitos? ¡Tú por lo menos llegaste a ser algo! Yo no he tenido donde caerme muerto… Diez años esperando a que alguien te ayude y como si nada, ahora viene un tipo y me ofrece un combate: ‘Qué, ¿quieres el combate?’
Sí, quiero el gran combate… ¡Yo no quería ese combate, no lo quería, ya lo sabes! ¿Y ahora quieres estar en primera fila? ¿Sí, quieres ayudarme ahora? No te tengo piernas, no tengo fondo, pero no importa… ¡Eh, ve el combate con el campeón! Y yo combatiré… aunque me rompa el alma. Ahora se preocupa… ¿Quieres venir a vivir conmigo? ¡Adelante Entra, la casa está llena de moscas, es un asco! Todo esto apesta. Ahora quieres ayudarme… ¡muy bien, ayúdame! ¿Quieres ayudarme? Pues aquí estoy”.
Y entonces, después de ese monólogo (que Stallone improvisó fuera del guion), surge una escena (en mi opinión las más brillante cinematográficamente hablando), donde vemos un plano general y en picado de la calle. Mickey anda solitario. Se abre la puerta del edificio.
Sale Rocky corriendo para cogerle. De fondo hay una música lenta de piano. Rocky pone su brazo sobre la espalda Mickey como un medio abrazo. No se oye nada, solo notas de piano muy lentas. Tras un momento Rocky se va, pero al medio paso da la vuelta y le da mano a Mickey en señal de compromiso.
Es de una sutileza cinematográfica que solo el gran cine es capaz de hacer y de una belleza humana fuera de lo común. Ahí hay más fuerza que en todo el combate posterior. Es casi una confesión. Algo nuevo ha pasado ahí.
La tercera persona es el movimiento interno del propio Rocky. Pero esa vida interior también converge con el último punto digno de hacer notar.
El gesto de desprecio de la adolescente, la burla ultrajante del matón de Ganso, la condescendencia de la jefa de Adrian, la ridiculización pública de Mickey en el gimnasio y ya en superlativo la chanza de Creed en televisión… Rocky es tratado como un palurdo torpe y desechable, innecesario para los demás y lleno de cortedades que se acrecientan porque él mismo da a entender que no se las ve cuando ríe con quien se ríe de él. Irrita si cabe aún más despreciar y ver a un tonto que no sabe que es tonto. Rocky es en apariencia un niño en un cuerpo musculoso.
Pero no es verdad ninguna de las dos cosas: ni cómo le ven, ni es un inocente infantil en un mundo de adultos. Él es consciente de sus límites y cortedades, y es consciente de los insultos que recibe y que siempre ha recibido. No es un ignorante del mal. Cuando Creed se mofa de él en televisión, Rocky (otra vez genial Stallone) lo dice: “Antes he dicho que no me importaba (que Creed se burle de él), pero sí me importa”.
Rocky es la sabiduría de quien siendo tonto posee la inteligencia que ofrece la inocencia de lo originario, es decir, de quien sabe ver algo bueno dentro de y a pesar de la maldad. Y no muchos poseen esa mirada, y si la poseen la conservan, y si la mantienen en el tiempo son fieles a ella, y no la arrinconan. Eso se consigue por una sencillez innata custodiada por lo simple, como los chistes malos de Rocky -“Voy a ir a casa a hacer un chiste para decírtelo mañana ¿Sí? Adiós Adrián”-, como sus pequeños detalles. Algo parecido a cuando le quita las gafas a Adrian y le dice: “Sabía que eras bella”. Solo la sencillez desoculta un bien que había sido previamente enterrado.
Lo que le distingue no es la ignorancia infantil de un niño, sino la consciente y sostenida virginidad de quien no toma el mal como definitivo, como última palabra de este mundo. Que en su caso, posee el rostro de una aparente serenidad. Rocky no quiere hacer daño, aunque a él se lo hagan, y precisamente porque se lo hacen no quiere hacerlo a los demás. En su jerga: antes que saber pegar, primero hay que aprender a recibir y aguantar de pie.
Pero esa misma recepción es la posibilidad de una acogida a un bien más puro y original.
Y ahí reside su secreto: la resistencia al mal, saber aguantar. Un resistir activo en el que él mismo sabe que “aguantar los 15 asaltos al campeón” es ganar: su resistencia en el ring es su resistencia a no dar por perdido el mundo y sus gentes. Y en ese resistir (nada pasivo pues hay que seguir de pie y no elimina las propias decisiones) hay una custodia y una protección de un bien que se asume escondido por delicado, y delicado por poderosamente sublime. Rocky es un protector, en su más mayúsculo sentido, de ese bien.
La historia humana de un boxeador antes que una película de boxeo, y esa su grandeza fílmica: donde una cosa no es comprensible sin la otra. Es la historia de lo que hay detrás y después y antes del ring, y sin esa historia el combate sería solo eso: un mero combate. Por eso, la película no es un relato desde la épica, o la tragedia, sino quizás y más bien ambas pero en un contexto mayor y más profundo que es la lírica.
Es la belleza y el delicado cuidado de lo hermoso y frágil (lírica) lo que contextualiza la batalla pugilista (épica) y la pérdida final (tragedia). Un cuidado de lo bello que ha de ser sostenido a través precisamente de esas batallas (peleas) y esos dramas (trágicos); casi y en el mismo sentido en el que el orden sacerdotal está llamado a caminar con esa tenue pero firme esperanza ante las luchas y las pérdidas de la vida.
Por eso, Rocky es el adalid del cuidado y la protección y su personaje es antes un defensor que un valiente atacante, el protector de una belleza que parece estar siempre a punto de quebrarse en un titubeante equilibrio entre los males y las suciedades de la vida. Un Cristo crucificado que en su crucifixión está llamando y siendo signo a algo más grande de lo que ningún humano puede pensar. Rocky perderá, sí, pero ahora el espectador ya sabe que no era ganar un combate lo que quería ganar.