En la cuarentena Dios nos prepara para la eternidad
En esta cuarentena parece que Dios nos estuviera preparando para la eternidad. ¿Por qué digo esto? Porque el tiempo se nos desliza entre las manos.
La experiencia del tiempo, a veces, puede ser una experiencia dolorosa que se lleva la vida poco a poco, que nos hace percibir con mucha fuerza el devenir de las cosas y lo limitadas que son nuestras experiencias. En estos -y en otros pensamientos similares- podemos decir que nace nuestra aspiración por la eternidad.
¿Por qué? Porque queremos que nuestra vida sea larga, porque queremos saber qué sucederá con ella, porque queremos que no acabe.
Aspiramos a que el tiempo no termine -o por lo menos que no corra aceleradamente- evidenciándonos con dureza que las cosas pasan.
Pero este deseo, ¿no será algo ilusorio? Yo creo que no, porque el tiempo no puede ser concebido sin la eternidad. Es decir, el tiempo puede dejar de ser un tirano si existe un presente eterno al que hemos de unir continuamente nuestro presente temporal. Esto llena lo cotidiano de sentido.
El tiempo nos asombra ante el paso continuo de todas las cosas. Todo pasa…, y por ello la pregunta se dirige a su existencia, aquí y ahora.
En este momento de nuestras vidas, ante la inquietud de que todo pase, nos preguntamos de dónde todo viene y a dónde todo parece ir:
“El paso del tiempo engendra la tristeza, porque, con él, la vida se acaba poco a poco; el tiempo nos aparece como una prisión que desemboca en la muerte. ¿Pero, el ser se reduce al tiempo? Si esto fuera así, el ser mismo estaría desprovisto de valor al estar destinado a la desaparición. El “ser-tiempo” es, ya no y todavía no, un no ser. Realidad corriente y misteriosa a la vez. ¿Qué es el tiempo? «Si nadie me lo pregunta, lo sé; si deseo explicarlo a quien me lo pregunta, ya no lo sé», aseguraba San Agustín” (Hervé Pasqua).
Nuestra experiencia nos sugiere que a pesar de que todo se mueve, no podemos negar que existe una sucesión de lo cambiante. Todos, en este confinamiento, tenemos evidencia de ese vínculo necesario que asegura nuestra continuidad. «Los días se van, yo me quedo», dice el poeta G. Apollinaire. “La experiencia del tiempo es ambigua; sin la continuidad, el tiempo sería un perpetuo desvanecimiento de la vida que transcurre en él, y sin el transcurso no tendríamos sentido alguno de nuestra duración” (Hervé Pasqua).
Por esto el tiempo está vinculado a la eternidad. Hoy, que como nunca se valora el presente, nos damos cuenta de que todo momento está aquí y de que todo lugar es ahora.
Pero esta realidad, desprovista de eternidad, nos dejaría con la experiencia de que lo que somos y lo que hacemos aquí y ahora -cuando ese aquí y ahora terminen- simplemente se desvanecerá.
Una visión únicamente temporal de la vida es incompleta. La eternidad difiere radicalmente del tiempo y lo trasciende.
Pero, sin embargo, la eternidad no es un intemporal abstracto, un tiempo negado; por el contrario, es un presente muy concreto, y para gozar de ella no es necesario renunciar al tiempo. Si permanecemos es por participación de este eterno presente.
Por eso, este tiempo, aunque sentimos que pasa sin cesar, es un eterno presente, un ser y actuar que permanece, pues para los que aman, el tiempo es eternidad.
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