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¿Tiene valor ante Dios el bien hecho fuera de la Iglesia?

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Henry Vargas Holguín - publicado el 19/08/16
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Hay un bien común superior a nuestros esquemas mentalesEs evidente que a lo largo de la historia el ser humano no ha sido capaz de vencer el sentimiento negativo del prejuicio que impide avanzar y unir fuerzas para instaurar los valores del reino de Dios.

La desconfianza hacia quien es diferente es una falta muy común también en nuestros tiempos; una falta que ya estaba latente aun en la vida de los apóstoles.

“Juan le dijo: ‘Maestro, hemos visto a uno que hacía uso de tu nombre para expulsar demonios, y hemos tratado de impedírselo porque no anda con nosotros’. Jesús contestó: ‘No se lo prohíban, ya que nadie puede hacer un milagro en mi nombre y luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está con nosotros’” (Mc 9, 38-40).

Con la respuesta que Jesús da a Juan, muestra cuál debe ser la actitud ante personas que, fuera de la Iglesia, utilizando o no el nombre de Jesús, pretenden hacer el bien y lo hacen.

Jesús sencillamente les dice a sus discípulos que permitan a dicha persona seguir haciendo buenas acciones. Y Jesús responde a Juan en plural, es decir, lo que le dice a Juan vale para todos.

Y Jesús responde con palabras contundentes, tajantes y bien seguras para que no quepa ninguna duda: “El que no está contra nosotros, está a favor nuestro”.

El bien que se haga fuera de la Iglesia no se opone al reino que Cristo vino a instaurar; es más, este bien realizado es un ingrediente de dicho reino.

Por eso hay que vivir atentos, con la mirada alerta para descubrir el bien que pueden hacer las personas a nuestro alrededor, aunque sean de otras confesiones religiosas.

Quien hace el bien y libera al otro de ciertos males, y sufrimientos, aunque no aparezca en nuestra lista, implícitamente ya se ha sumado a la causa de Jesús.

Y su acción no hay que impedirla ni condenarla.

Puede ser incluso que alguien fuera de la Iglesia sea capaz de hacer lo que muchos discípulos de Cristo dentro de la Iglesia no pueden hacer o no harán, entre otras cosas por falta de fe.

También puede ser cierto que quien está fuera haga las cosas mejor que quien las hace dentro de la Iglesia. Ante estas personas ojalá no tuviéramos nunca celos ni envidias.

Por tanto no basta figurar en la lista de los hijos de la Iglesia para definirnos como tal, hace falta responderle a Cristo de manera concreta y fiel; y esta respuesta debe tener un plus respecto al bien realizado fuera de la Iglesia.

Lo que define al discípulo es la adhesión real (teórica y práctica) a Jesús teniendo sus mismos sentimientos de apertura, de misericordia, de acogida, respeto, etc.

A veces, debido a nuestros esquemas mentales y a la inclinación que tenemos de ver las situaciones desde nuestra perspectiva, vemos en los demás a unos potenciales competidores o enemigos.

Esto hace que lastimosamente olvidemos que hay en juego un bien común y superior que nos propone Dios; un bien para el que todos debemos arrimar el hombro.

A veces somos muy cerrados para valorar otras realidades espirituales y propiciar un constructor abrazo ecuménico. Todos somos necesarios para la tarea colectiva del Reino.

Hace falta más acción, según una correcta y justa relación con Dios, y menos teorías; más disposición para aprender de los otros y así crecer como hijos de un mismo Padre.

Jesús quiere que todas las gentes y naciones sean evangelizadas, que todos los hombres lleguen a ser sus discípulos a pleno título (Mc 16,15 -el fundamento de la misión de la Iglesia-) para que haya un solo rebaño bajo un solo pastor (Jn 10,16).

También es cierto que hay personas que ni en el pasado, ni en el presente, ni en el futuro han tenido, tienen o tendrán ninguna relación directa con Jesús y en Él con Dios Trinidad.

Pero esto no significa que estas personas estén lejos de la salvación o privadas de la misma. Estas personas se salvarán siempre que se esfuercen constantemente a lo largo de la vida por hacer, única y exclusivamente, el bien, lo hagan bien y tengan un espíritu de conversión como consecuencia directa y lógica de una relación amorosa, sana y sincera con Dios, llámenlo como lo llamen.

Si el no cristiano puede hacer obras según Dios como las podría hacer un cristiano, ¿no podríamos concluir de aquí que muchos de estos no cristianos sean cristianos “sin saberlo”?

Estos cristianos “sin saberlo” han tenido otras formas de ser llamados. Entre otros, el sacerdote jesuita Karl Rahner habló de “cristianos anónimos”: aquellos que (sin culpa por su parte) no saben de Cristo como salvador, no están bautizados y no pertenecen a la comunidad cristiana (GS 22; LG 16).

Otros teólogos han hablado de la “Iglesia latente” o de la “fe implícita”. El Padre Rahner fue uno de los teólogos católicos más importantes del pasado siglo y su teología influyó positivamente en el Concilio Vaticano II.

La figura de Karl Rahner constituye un modelo de apertura en la teología católica. El valor teológico y cristiano, así como la legitimidad que reconoció en las religiones no cristianas es uno de los mayores aportes hechos a la Iglesia en la línea del ecumenismo.

La controvertida noción de cristiano anónimo, que amplía universalmente el horizonte de salvación abarcando a todos los seres humanos, expresa muy bien el espíritu incluyente del Concilio Vaticano II.

Hay que evidenciar que una de las posiciones más significativas del Concilio Vaticano II radica en la posibilidad de la salvación de los no cristianos.

Es más, no sólo los no cristianos pueden salvarse (AG 3.7; GS 22), sino que además estas religiones pueden ser mediadoras de salvación (GS 41.92; AG 3.9.11.15; LG 17). Y esta salvación se realiza de un modo “conocido por Dios” (GS 22).

Los cristianos anónimos son aquellos que, al menos implícitamente, aceptan su vocación sobrenatural y, aunque lo ignoren, son capacitados por la gracia de Cristo para abrirse a sí mismos al misterio de Dios.

La fe de estos cristianos anónimos los relaciona con Cristo e implícitamente les orienta hacia su Iglesia visible.

Esta posibilidad concilia el defender la unicidad y necesidad de Cristo pero admitiendo al mismo tiempo, con el Concilio Vaticano II, la posibilidad real de salvación para todas las personas.

Una religión no cristiana, con el potencial de bien que puede y debe hacer, puede ser el instrumento usado por Dios para relacionarse y/o comunicarse con una persona; hay por tanto verdadera mediación en esa religión, no por los méritos humanos, sino por el uso que hace de ella el Espíritu Santo.

Incluso esta idea de Rahner abarca también a los que no tienen contacto real con ninguna religión. Estos pueden tener una fe anónima que brota del amor y que, de este modo, los conduce a la salvación.

Rahner fundamenta su posición en la autocomunicación de Dios a los hombres. Esta autocomunicación de Dios hace brotar la fe y el amor sobrenaturales, cuando las personas responden en conciencia y libertad, pudiendo alcanzar la salvación.

Como Cristo es el único mediador, esta autocomunicación divina es trinitaria y en consecuencia cristiana. Y como estas personas no reconocen el carácter de la gracia recibida, podría decirse que es anónima.


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