Es siempre Dios quien llama. Pero llama discretamente, como “un mendigo que llama a la puerta”. Para que nuestros hijos puedan escuchar la llamada de Dios, es necesario que su atención esté centrada en esta única cuestión: ¿cuál es el proyecto de amor de Dios para mí?
Cuando una estación de radio emite débilmente, solamente podemos captarla si los receptores están orientados correctamente; y a condición de que otras estaciones más potentes no emitan en la misma longitud de onda.
Si educamos al niño en función de nuestro propio proyecto, diciéndole: "Quisiera que fueras médico"... Somos como esas estaciones de radio, que interfieren con las señales emitidas por radios menos potentes.
El proyecto de Dios es un proyecto de amor. Dios llama a través del amor y es a través del amor que le respondemos. La familia es el lugar privilegiado e irremplazable para descubrir la grandeza del amor.
Es viendo a sus padres amarse en la fidelidad, viviendo diariamente las exigencias del amor fraternal, como entiende –no solamente con su inteligencia, sino con todo su ser– que el amor no es un sentimiento vago más o menos fugaz; sino un proceso libre, voluntario, exigente. Que se inscribe en el futuro y moviliza todo lo que somos: amamos con nuestro corazón, con nuestra inteligencia y con nuestro cuerpo.
No nos hacemos sacerdotes o religiosas por obligación, sino por una decisión personal, tomada con total libertad. Dios quiere hijos, no esclavos. Sin libertad, no hay amor verdadero.
Pero la libertad se educa. "La persona se realiza mediante el ejercicio de la libertad en la verdad. La libertad no puede ser entendida como facultad de hacer cualquier cosa. Libertad significa entrega de uno mismo, es más, disciplina interior de la entrega. En el concepto de entrega no está inscrita solamente la libre iniciativa del sujeto, sino también la dimensión del deber. Todo esto se realiza en la ‘comunión de las personas’. Nos situamos así en el corazón mismo de cada familia", dijo san Juan Pablo II en su Carta a las familias el 2 de febrero de 1994.
Un buen sacerdote es, ante todo, un hombre bien construido. Sin duda, nada es imposible para Dios. Y la gracia se despliega a veces de manera sorprendente en personalidades mal construidas, incluso profundamente desequilibradas; como esas flores magníficas que surgen en tierras áridas.
Pero todos los jardineros saben que, cuanto mejor es la tierra, mejor será la cosecha. Es Dios quien siembra y a nosotros nos corresponde preparar la tierra. Si la tierra es rica, bien trabajada, bien preparada, la semilla tiene todas las probabilidades de dar fruto centuplicado.
Un buen sacerdote está feliz de ser hombre. Y una buena religiosa está feliz de ser mujer. No consagramos a Dios nuestra vida en el celibato voluntario por miedo o por rechazo de la sexualidad.
Al contrario, cuanto más se comprende la belleza de la sexualidad en el plan de Dios (que no se reduce a la genitalidad), más se percibe la grandeza del celibato consagrado. El papel de la familia en este aspecto es capital.
"Estamos agradecidos al Señor porque ha querido hacer de nosotros sus ministros", escribió Juan Pablo II con motivo del quincuagésimo aniversario de su ordenación sacerdotal, en 1996.
"Estamos agradecidos también a los hombres: ante todo a quienes nos han ayudado a llegar al sacerdocio y a quienes la divina Providencia ha puesto en el camino de nuestra vocación. Damos las gracias a todos, empezando por nuestros padres, que han sido para nosotros un multiforme don de Dios".
Christine Ponsard