Campaña de Cuaresma 2025
Este contenido es gratuito, como todos nuestros artículos.
Apóyanos con un donativo y permítenos seguir llegando a millones de lectores.
El gran potenciador del amor es la humildad. Esa capacidad de mirarnos al espejo y reconocernos tal cual somos, sin adornos, sin excusas, sin defensas. Porque todos, absolutamente todos, tenemos un corazón frágil y, muchas veces, miserable que nos impide amar.
Un corazón herido, que siente con intensidad desproporcionada, que reacciona con enfado, con irritación o preocupación ante cosas que, si lo pensamos con calma, no merecen realmente esa categoría. No deberían ser un problema, y sin embargo nos afectan. Nos roban la paz. Nos perturban.

Un malestar que inunda el alma
Como nos avergüenza sentirnos tan mezquinos, tan desproporcionados, no lo verbalizamos. No lo reconocemos. No lo compartimos. Nos callamos. Pero el malestar sigue ahí, latiendo por dentro, buscando una justificación para salir a la superficie.
Entonces recurrimos a argumentos torpes, buscamos complementos que justifiquen el valor de nuestro enfado: "siempre dejas eso ahí tirado", "es que nunca ayudas en nada", "nunca te importa lo que yo hago". Y sin querer, descolocamos a quienes nos rodean. Los confundimos. Los preocupamos.
Los hacemos dudar de su amor, de su papel en nuestra vida, incluso de su estabilidad emocional. Nos ven tan alterados por cosas tan pequeñas que podrían pensar que tenemos algo más serio, algo más profundo… Cuando en realidad es solo una herida del alma, una espina insignificante que no supimos sacar a tiempo.
Ser honestos

Qué fácil sería, aceptar que todos llevamos dentro una parte ponzoñosa. Una zona del corazón donde las cosas sin importancia duelen más de lo debido. Qué fácil sería decirlo con sencillez: "Sé que no tengo motivos para enfadarme, pero cada vez que hablas con el carnicero me irrito profundamente". Así, sin adornos. Sin juicio. Sin disfraz.
Porque cuando uno se atreve a desvelar el mapa de su alma, cuando muestra con humildad dónde está su tesoro y dónde están sus zonas sensibles, las personas que nos rodean aprenden a no pisarlas sin querer.
Aprenden a amar mejor. Aprenden a acertar con nosotros. Y no porque finjan, ni porque caminen sobre cáscaras de huevo, sino porque conocen el camino. Saben cómo abrir ese cofre en el que guardamos nuestra felicidad.

Ejercitar la sinceridad
Para llegar ahí, para tener esa claridad interior, es necesario detenernos. Mirar hacia adentro. Hacer ese pequeño examen de conciencia al final del día: ¿En qué momento perdí la paz? ¿Por qué? ¿Qué me dolió realmente? ¿Quién me lo provocó? ¿Y era tan grave?
Si nos acostumbráramos a ese ejercicio de sinceridad diaria, nos sería más fácil reconocer nuestras debilidades sin vergüenza, sin temor. Verbalizarlas con naturalidad. Y entonces podríamos hablarlas en casa, compartirlas con quienes amamos, sin que se conviertan en acusaciones o reproches.
La importancia de la confesión
Ayuda mucho acudir a la confesión con regularidad. Abrir el alma. Hablar sin filtros. Reconocer esas pequeñas miserias que nos hacen menos libres y menos felices. No hay nada como sentirse comprendido por Alguien que te conoce del todo y, aún así, te perdona. Eso ensancha el corazón. Lo limpia. Lo renueva.
Y cuando uno se acostumbra a hacerlo con el sacerdote, con esa libertad humilde de quien no se justifica, después no resulta tan difícil hacerlo con la familia. Se vuelve más natural reconocer un malestar, compartir una herida o pedir perdón sin dramatismos. Porque el corazón ya ha aprendido a hablar sin miedo. Y desde ahí, amar es mucho más fácil.


