La Pascua de Resurrección es la fiesta más grande e importante del cristianismo. Nada tendría sentido si Jesucristo, el Señor, no hubiera resucitado, como lo dice firmemente san Pablo:
"Y si Cristo no resucitó, es vana nuestra predicación y vana también la fe de ustedes" (1Cor 15, 14).
Pero no fue nada más el sufrimiento de la Pasión, sino la vida entera de Cristo, por el solo hecho de haberse humillado hasta el punto de hacerse un hombre, renunciando a todas sus prerrogativas divinas. Dios, hecho hombre, ha querido asemejarse en todo a nosotros, menos en el pecado:
"Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado" (Gaudium et spes, 22).
Una fiesta sin comparación
Esta realidad nos ubica en la magnitud del sacrificio de Cristo, y, sobre todo, en que con su gloriosa Resurrección, venció para siempre a la muerte. El hombre y la mujer de hoy poco se ponen a pensar en este portento, pero deberíamos vivir tan agradecidos y extasiados en él, que nada más que eso tuviera cabida en nuestra mente y corazón.
Así mismo, la fiesta de la Pascua de Resurrección, el paso del Señor de la muerte a la vida eterna, se celebra con tal solemnidad y alegría que ninguna se le puede asemejar.
La Octava de Pascua
Por la misma razón, no basta con un día, es tan magnífica que la celebración se prolonga durante ocho días, de ahí que reciba el nombre de Octava de Pascua, la cual se vive como un solo día. La alegría de la Resurrección la disfrutamos toda la cincuentena pascual hasta Pentecostés, pero esos ocho días no tienen igual.
Y la manera más afortunada de celebrarla es acudiendo a Misa, dando gracias a Dios a cada momento por su infinito amor y la inmensidad de la Resurrección, que nos abrió a la posibilidad de nuestra propia resurrección, que se realizará al final de los tiempos, para la mayor gloria de Dios.