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La Iglesia ha decidido celebrar durante el año a algunos de los grandes personajes de la Biblia: profetas, caudillos, mujeres valientes,...
La razón es muy sencilla: si los santos son canonizados para ser ejemplo para los creyentes, cuánto más esas figuras de la Escritura que han sido claves en la Historia Sagrada, y que son testigos de la intervención de Dios en la historia.
De entre todas ellas, el Rey David, de quien desciende Jesús, merece una mención especial.
De él dijo Dios mismo que su trono permanecería para siempre. Aunque David nunca llegó siquiera a imaginar cómo la realidad superaría sus más locos sueños, y que Dios mismo se haría descendiente suyo.
Ungido de pequeño
Hijo de un terrateniente de Judea, era el más pequeño de los hermanos (y no, no era el más mimado: se le dejaban los recados y las tareas más penosas, como cuidar el rebaño).
Para sorpresa suya y de su familia, el profeta Samuel le ungiría como futuro rey de Israel cuando aún era solo un niño.
Enrolado en el ejército a pesar de su joven edad, desafió y derrotó al gigante Goliat. Se cuenta una hazaña tan increíble que aún hoy el lenguaje popular la recuerda cuando quiere mostrar cómo el pequeño, apoyado en su fe, puede derrotar al grande.
Un hombre con poder
Sorteando mil peligros y amenazas de muerte, calumnias e incluso el destierro, David acabó siendo coronado rey.
Su reinado constituyó la época más gloriosa de la historia de Israel, ese pasado mítico que aún hoy los judíos añoran.
Y sin embargo, David no fue un rey ejemplar en muchos aspectos: fue un adúltero y un asesino, y no trató siempre con bondad a su pueblo ni a sus enemigos.
Humilde ante Dios
¿Por qué hoy David puede ser un modelo para nosotros? Pues porque David era un hombre de corazón humilde.
Podía haberse aprovechado de su poder para encubrir sus pecados. Podía haber reaccionado con soberbia cuando Dios le echó en cara, a través de un profeta, el mal que había hecho.
Pero no lo hizo, sino que humildemente pidió perdón e intentó reparar.
Y nos regaló el salmo más bello, la expresión más sublime de humildad que se haya escrito jamás en toda la historia de la humanidad
Misericordia, Dios mío, por tu bondad
por tu inmensa compasión, borra mi culpa...