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San Félix de Cantalicio

Religioso Capuchino de admirable austeridad y sencillez

FELIX OF CANTALICE

© José Luiz Bernardes Ribeiro CC

A san Félix de Cantalicio se le puede considerar el primer santo capuchino en el siglo XVI. Su vida tiene una gran sencillez y fue purificada día tras día por la caridad, la forma más pura del amor.

Nació en Cantalicio, en el año 1513. Cantalicio es una pequeña población italiana del territorio de Città Ducale, provincia de Umbría.

Los padres del santo eran pobres y temerosos del Señor. Su padre se llamaba Santo de Carato; su  madre, Santa. ¿Se llamaban así o eran llamados así por su  bondad?

De niño, se dedicaba al pastoreo. Grababa una cruz en una encina, como un pequeño tallista del símbolo del sacrificio, y ante ella  rezaba muchos rosarios.

Entró después al servicio de varios labradores. En la casa  de uno de estos oyó leer vidas de santos. Quiso imitar a los penitentes  del desierto, y, al preguntar dónde podría hallar la fórmula de los anacoretas, alguien le respondió: “En los  capuchinos”. Es, entonces, cuando se decidió a pedir el hábito en el  convento de Città Ducale.

Parece que el padre guardián, para  probar la vocación del aspirante, recargaba las tintas de la penitencia de los frailes y le dijo, mientras le mostraba un crucifijo: “Éste es el modelo a que debe conformar su vida un capuchino”.

Félix, enamorado del sacrificio, se arrojó a los pies del padre guardián y le manifestó que no deseaba sino una vida del todo crucificada.

Enviado al  noviciado de Áscoli, cuando tenía veintiocho años, cayó enfermo: unas pesadas calenturas. Pero un día se levantó de la cama y le dice al padre guardián que ya no tenía nada.

Destinado a Roma, ejerció en la  Ciudad Eterna, durante casi cuarenta años, el cargo de limosnero. A su  compañero de fatigas y de alegrías a lo divino le decía: “Buen ánimo, hermano: los ojos en la tierra, el espíritu en  el cielo y en la mano el santísimo rosario”.

Jamás  condescendió con su gusto, y toda su vida fue una constante renuncia a los pequeños muchos por el gran todo.

Solía  exclamar, recordando una frase que había leído: “O  César o nada”. Se ha dicho que sólo hay una tristeza: la de  no ser santo. Sí; la de no ser «césar» de la santidad.  Y llegó a “césar” de Dios por el camino de la santa  simplicidad.

¿En qué consistía la ciencia de este simpático lego? “Toda mi ciencia –afirmaba– está  encerrada en un librito de seis letras: cinco rojas, las llagas de Cristo, y  una blanca, la Virgen Inmaculada”.

Ayunaba a pan y agua las tres cuaresmas de San Francisco, comía los mendrugos de pan que dejaban los frailes y  dormía tres horas en un lecho de tarima. Pero, como si esto fuera poco  –y lo era para sus aspiraciones–, no se quitaba el cilicio.

A pesar  de todo, o, más exactamente, por todo, tenía una contagiosa felicidad y un buen humor delicioso.

Bromeaba con su amigo Felipe Neri. Uno y otro se saludaban de esta manera:

–Buenos días, fray Félix.  ¡Ojalá te quemen por amor de tu Dios!

–Salud, Felipe. ¡Ojalá te apaleen y te  descuarticen en el nombre de Cristo!

Un fraile que le acompañaba en cierta ocasión, en visita al cardenal de Santa Severina, dijo a éste que mandase a fray  Félix descargar la limosna.

“Señor –respondió el  lego–, el soldado ha de morir con la espada en la mano y el asno con la  carga a cuestas. No permita Dios que yo alivie jamás a un cuerpo que sólo es de provecho para que se le mortifique”.

Cuando alguien le  insultaba, replicaba: “Que Dios te haga un santo!”.

Estaba rezando un día, cuando la imagen de la Virgen puso al Niño en los brazos de fray Félix. Y así le  pintó Murillo.

Son muchas las anécdotas con trascendencia de eternidad que se cuentan de san Félix de Cantalicio. Su hermano en religión, padre Prudencio de Salvatierra, recoge algunas verdaderamente  entrañables.

En cierta ocasión, iba pidiendo limosna, que era su  oficio cotidiano. De pronto, sintió un cansancio extraordinario. ¿Por qué le pesaba tanto el morralillo que llevaba a la espalda?

Porque  alguien había depositado una moneda de plata en la alforja del santo mendigo, moneda que le pareció la sonrisa burlona del demonio. “Este es el peso maldito que no me deja caminar”. Y, sacudiendo la alforja, hizo que la moneda cayese al suelo, para seguir tan sólo con  los regojos a cuestas.

Durante las jornadas frías, quizá algunos religiosos se acercaban al fuego para confortar un poquillo sus cuerpos  ateridos. Mas fray Félix huía del grato calor, a la vez que  decía a su cuerpo: “Lejos, lejos del fuego, hermano asno, porque San Pedro, estando junto a una hoguera, negó a su Maestro”.

Venerable y al mismo tiempo jovial figura, por las calles de Roma, la de este  hermano lego, al que rodeaban los chiquillos para tirarle de las barbas y curiosear en sus alforjas.

El lego, sonriente y hasta riente, enseñaba  el catecismo a los niños, y les daba consejos, les embelesaba con su  palabra dulce y sencilla.

Inventaba coplas religiosas, que en seguida se hacían  populares en la ciudad. Tenía buen oído y voz de barítono. Lo debía de pasar muy bien cantando, limpio de polvo y paja del menor gusto.

Dentro del convento sabía unir, de modo maravilloso, la  alegría con el silencio, el trabajo con la oración. Su  hermano fray Domingo decía: “Félix es avaro en sus palabras,  pero lo poco que dice es siempre bueno”.

Enfermó un fraile, a quien los médicos desahuciaron. Pero entró fray Félix en la celda del paciente y dijo unas palabras  como mojadas de humor y frescura celestiales: “Vamos, perezoso,  levántate; lo que a ti te conviene es un poco de ejercicio y el aire  puro del huerto”. En efecto, el frailecico había sanado.

Mas no pensemos que las que pudiéramos llamar  personalidades importantes de aquel tiempo dejaban de acudir a la  “ciencia” del “ignorante” lego.

El sabio obispo de Milán, luego san Carlos Borromeo, solicitó de fray Félix algunos consejos para la reforma del clero diocesano.

¿Qué consejos iba a  dar un pobre lego mendicante a un obispo intelectual? Pues sí; le dio este consejo: “Eminencia: que los curas recen devotamente el oficio  divino. No hay nada más eficaz que la oración para la reforma del  espíritu”.

Con empuje de alma inspirada por Dios, le dijo al cardenal de la Orden franciscana Montalto, en vísperas de ser elegido para el Solio Pontificio: “Cuando seas Papa, pórtate como tal para la gloria de  Dios y bien de la Iglesia: porque, si no, sería mejor que te quedaras en simple fraile”.

Ya era papa Montalto, con el nombre de Sixto V, cuando una vez pidió al lego un poco de pan.

Fray Félix busca para el Padre Santo el mejor panecillo, pero el Papa le replica: “No haga  distinción, hermanito: déme lo primero que salga”.

Lo  primero que salió fue un mendruguillo negro. El lego tomó el regojo y se  lo entregó a Su Santidad con estas palabras: “Tenga paciencia, Santo  Padre; también Vuestra Santidad ha sido fraile”.

Siempre el humor junto al amor, siempre la gracia junto a la gracia. En actitud poéticamente franciscana, repartía pedacitos de pan a los pobres, a los perros, a los pájaros.

A fuerza de oración consiguió  librarse de una epidemia, para poder seguir asistiendo a numerosos enfermos.

Con una fidelidad exacta cumplió los tres votos  monásticos de su vida religiosa: obediencia, pobreza y castidad.

Respetaba al sacerdote y rendía homenaje a “la dignidad más  sublime de la tierra”.

Fue fray Félix de Cantalicio un amador  esforzado de la Señora, y cuando, en la calle, los ojos del lego se  encontraban con una imagen de la Virgen, prorrumpía de este modo: “Querida Madre: os recomiendo que os acordéis del pobre fray  Félix. Yo deseo amaros como buen hijo, pero vos, como buena Madre, no  apartéis de mí vuestra mano piadosa, porque soy como los niños pequeños, que no pueden andar un paso sin la ayuda de su  madre”.

¿Cómo era en lo físico fray Félix de Cantalicio? “Fue bajo de  cuerpo, pero grueso decentemente y robusto. La frente espaciosa y arrugada, las  narices abiertas, la cabeza algo grande, los ojos vivos y de color que tiraba a  negro; la boca, no afeminada, sino grave y viril; el rostro alegre y lleno de  arrugas; la barba no larga, sino inculta y espesa; la voz apacible y sonora; el  lenguaje de tal calidad que, aunque rústico, por ser simple y humilde, convertía en hermosura la rusticidad”.

Cargado de trabajos, de dolores, pero con una alegría  desbordante, presiente su muerte. Y dice: “El pobre jumento ya no  caminará más”.

Pretende ir a la iglesia desde el lecho, arrastrándose, mas se le prohíbe. Recibe los sacramentos, se  queda en éxtasis, vuelve en sí, pide que le dejen solo.

Los  frailes le preguntan: “¿Qué ves?”. Y él responde:  “Veo a mi Señora rodeada de ángeles que vienen a llevar mi alma al paraíso”.

Sin haber entrado en agonía, muere el 18 de mayo de 1587, a los setenta y dos años de edad. Toda la ciudad corre  al convento para besar el cadáver del santo lego y obtener reliquias.

El  papa Sixto V, que testificaba dieciocho milagros, quiso beatificar a fray Félix, pero no tuvo tiempo. Es Pablo V quien inicia el proceso de  beatificación, que solemnemente será verificado por Urbano VIII.  En 1712, Clemente XI canonizó a fray Félix de Cantalicio.

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San Félix de Cantalicio, en Año Cristiano, Tomo II,
Madrid, Ed. Católica (BAC 184), 1959, pp. 410-415

Artículo publicado por evangeliodeldia.org

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