Quien asesta bruscamente el “¡Siempre tienes razón!”, ¿ha tomado conciencia de los motivos que lo empujan a expresarse así? ¿Por qué unas palabras tan abruptas? ¿Es por deseo de descalificar lo que el otro acaba de afirmar?
En ese caso, el “¡Siempre tienes razón!” podría significar: “Asumes posiciones que desde el principio son obstinadas, que hacen que, diga lo que diga yo, tenga que chocarme contra ese muro apuntalado con certidumbres fijas… En definitiva, ¡no eres más que un estrecho de miras que no entiende nada de nada!”.
¿Es para detener la discusión? ¿Porque nos faltan argumentos y, de hecho, bien podríamos estar equivocados… o porque hemos considerado que la conversación es inútil o incluso capaz de degenerar en una escalada verbal?
“Ya es suficiente… no sirve de nada discutir… dejémoslo aquí”.
¿Es quizás porque entonces tenemos el sentimiento doloroso de no existir, de estar minusvalorados/as, si estamos convencidos/as de que lo que podemos decir nunca se tiene en cuenta y que se nos niega el derecho a pensar lo que pensamos o a sentir lo que sentimos?
Un cuestionamiento que también corresponde a quien escucha un reproche así. ¿No hay una parte de verdad en eso que afirma el otro?
¿No nos dejamos llevar demasiado rápido a pensar que el otro exagera claramente? Y en ese caso, ¿se debería a un complejo de superioridad (¡que haríamos bien en reconocer!) o a una duda real sobre la capacidad de juicio del otro, una falta de estima hacia él/ella?
¿O sencillamente estamos convencidos, con toda la buena fe, de estar en lo cierto… y que admitir lo contrario sería renunciar a nuestras opiniones o negar la evidencia?
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Percibir mejor las exigencias de toda comunicación
La primera exigencia de una buena comunicación es que es vano, inútil e ineficaz buscar quién tiene la razón y quién se equivoca de forma absoluta.
No podemos infectar la discusión. Lo que importa es intentar comprender mejor el funcionamiento de la relación. Por ejemplo: “¿Has notado que no acepto lo que dices cuando tienes un tono que no me gusta?”.
Hay que fijarse –con humor– en los círculos viciosos que se instalan en la relación: “Cuanto menos me escuchas, más te subo el tono… y cuanto más subo el tono yo, menos me escuchas tú”.
Es inútil buscar “quién empezó” y comportarse como niños que se pelean y luego se justifican.
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La segunda exigencia de toda comunicación es cierta descentralización (abandonar el ego por un instante) para intentar entrar en la problemática del otro.
Es incluso sano partir del principio de que el otro (¡que también es sensato!) puede haber percibido un aspecto de las cosas que hemos pasado por alto y que nos interesaría conocer.
Decir que tenemos razón es afirmar demasiado rápido que conocemos la verdad. Decir que el otro siempre tiene razón es afirmar demasiado rápido que está convencido de saber la verdad y, paradójicamente, es decir que nosotros también tenemos razón… al pensarlo.
Sin embargo, si reflexionamos, sabemos bien que nadie está en posesión de la verdad. Lo real es tan complejo que solamente podemos captar elementos parciales.
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