Nuestra experiencia de Cristo es la de encontrarnos con algo que desde siempre ha estado en lo más profundo de nuestro interior. A Cristo no vamos, sino que venimos. Venimos a Él porque regresamos a casa. Él es nuestro lugar primordial, nuestro hogar original, donde somos plenamente nosotros mismos.
A través de su vida, Jesús nos revela lo que somos. Su existencia es una invitación a participar del amor al interior de la Trinidad, donde Dios se nos dona por completo y continuamente nos permite recibirnos de Él.
A su vez, encontrarnos con Jesús, permanecer en Él, supone alcanzar una nueva calidad en nuestra existencia. Es una invitación a vivir descentrados de nosotros mismos: «Ya no soy yo, sino Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20). El propio vivir es la ocasión para que Cristo pueda vivir en nosotros. Permanecer en Él nos permite prolongar el misterio de la encarnación en nuestra existencia.
Llenarnos de Cristo
Jesús es la anticipación de nuestra plenitud en Dios, la revelación de que nuestro ser brota de Dios a cada instante, en cada palabra, en cada acto, en cada paso que damos y en cada respiración que realizamos. Todo es ocasión para ser llenado de esa presencia que se da a medida que nos damos. «Quien permanece en mí y yo en él da fruto y fruto en abundancia, porque sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).
Él es la savia que nos nutre. Los racimos forman parte de la vid, son su fruto. Existen porque están conectados a las ramas y estas al tronco, y el tronco está arraigado en la tierra. Al mismo tiempo que Cristo es la vid, también es el fruto que nos alimenta: «Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él» (Jn 6,56). Su sangre es la sustancia de nuestro propio racimo. Él es nosotros y nosotros somos Él, sin separación ni confusión. Sin separación, porque él es nuestra sustancia, pero sin confusión, porque todavía no somos Él, sino que hay un infinito camino por recorrer sin que podamos agotar su misterio.
Crecer en Cristo
Esta permanencia crece y se despliega a cada paso. Como sucede con el desarrollo de las plantas, cuanto más hondas son sus raíces, más altas son sus ramas. Por esto, ese amor de Dios que es eterno, desde siempre y para siempre, está llamado a crecer, a permanecer para no desfallecer frente a las propias debilidades y miserias, para que estas puedan ser el lugar donde el amor de Dios prevalezca en nosotros. Dios se deja tocar por nuestra miseria y desde allí nos llama a ser y a existir en Él.
«Si el fruto que debemos producir es el amor, una condición previa es precisamente este 'permanecer', que tiene que ver profundamente con esa fe que no se aparta del Señor» (Jesús de Nazaret). Es indispensable permanecer siempre unidos a Jesús, depender de Él, porque sin Él no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 5) (Benedicto XVI).
Lo infinito del corazón del ser humano es la eterna memoria de quien nos ha hecho con amor. Los hombres tenemos memoria de Dios y los encuentros que tenemos en esta vida, en la fe, en las experiencias que Dios nos regala, nos hacen tomar conciencia y nos avivan este llamado a permanecer.