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Tu vida puede cambiar en Semana Santa, como la de Teresa de Jesús

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Matilde Latorre - publicado el 30/03/23
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La contemplación de los sufrimientos de Jesús en su Pasión cambió radicalmente la vida de Teresa de Ávila: pasó de ser una monja mediocre, ya en edad avanzada, a alcanzar una unión íntima con Cristo que transformaría su existencia y a la misma Iglesia. Te contamos cómo sucedió y cómo puedes tú hacer esa experiencia

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¿Quieres vivir una Semana Santa diferente? ¿Estás cansado de una vida monótona, de un cristianismo mediocre y aburrido?  

Hoy cuesta imaginarlo, pero como tú se encontraba Teresa Sánchez de Cepeda Dávila y Ahumada, a sus 39 años, edad de plena madurez para aquella época. En 1554, llevaba ya veinte años de religiosa carmelita en el monasterio de la Encarnación, donde convivía con una comunidad de más de cien monjas.

Teresa después reconocería que, en realidad, vivía una vida doble: en ciertos momentos, quería entrar en una vida de oración; pero en otros su vida se hacía anodina, sin sentido, anegada en la rutina de lo cotidiano. «Como las muchas», dice ella.  

La conversión

En su autobiográfico Libro de la Vida, escrito diez u once años después, lo recuerda así (capítulo 8, 12): «Buscaba remedio; hacía diligencias; mas no debía entender que todo aprovecha poco si, quitada de todo punto la confianza de nosotros, no la ponemos en Dios. Deseaba vivir, que bien entendía que no vivía, sino que peleaba con una sombra de muerte, y no había quien me diese la vida».  

En ese momento, irrumpe la conversión de Teresa. Experimenta el encuentro personal con Cristo. Lo suscita la contemplación de la Pasión de Jesús y la conciencia del dolor y el sacrificio que afrontó por nuestro amor. Le ayuda en esta contemplación una imagen de Jesús tras la flagelación, el «Ecce Homo». Todo el ser de Teresa quedó sobrecogido. No fue simplemente una experiencia sentimental, sino un encuentro con Cristo íntimo, intenso, entrañable, muy real.

Ella lo cuenta así : «Entrando un día en el oratorio, vi una imagen que habían traído allá, que se había buscado para cierta fiesta que se hacía en casa. Era de Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía, y arrojéme cabe Él con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle» (Libro de la Vida, capítulo 9, 1).

Así se desencadena su conversión. Al contemplar la Pasión de Jesús, descubre el amor de Dios total, sin filtros. Su vida cambia totalmente. Ahora ya no quiere amar a Dios para ganarse el cielo, o para salvarse del infierno. Está totalmente transformada. Ha encontrado por primera vez el verdadero amor de Cristo, que dio su vida por ella.  

La verdadera razón de ser cristiano

Cristo pasa a ser la única razón de su existencia: ya no es un elementos más en su vida, sino su único amor y su motor. De ahí surge la «determinada determinación» que llevaría a su cambio de vida. Si Teresa deja de ser  una monja mediocre  y aburrida se lo debe a ese encuentro con Cristo. Su relación con Jesús pasa de meramente teórica a profundamente vivencial. Él le ha cambiado la vida.  

Por eso, en el relato autobiográfico del Libro de la Vida, terminado el capítulo de la conversión, irrumpe inmediatamente la experiencia mística de Teresa: ahora ama a Dios por el descarado amor que Él antes le ha demostrado. Ya no hay segundos fines en su amor a Cristo. La vida cristiana ya no consiste en cumplir normas. Esa es su verdadera conversión: amar a Dios únicamente por lo que me ama, por lo que es, puro amor.

Ahora, Teresa, convertida, cambia incluso de nombre; ahora es «Teresa de Jesús». Esta experiencia quedó perfectamente recogida en este soneto anónimo, que algunos han querido atribuir a Santa Teresa de Jesús o a San Juan de la Cruz, aunque nadie ha podido comprobar su autoría.

No me mueve, mi Dios, para quererte

el cielo que me tienes prometido,

ni me mueve el infierno tan temido

para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte

clavado en una cruz y escarnecido,

muéveme ver tu cuerpo tan herido,

muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,

que aunque no hubiera cielo, yo te amara,

y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,

pues aunque lo que espero no esperara,

lo mismo que te quiero te quisiera.

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