Desde que en agosto de 2021 los Talibanes terminasen haciéndose con el control total de Afganistán, muchas han sido las atrocidades reportadas y documentadas a las que el mundo está haciendo oídos sordos.
Todo ello, pese a que este grupo de asesinos intentó lavar su imagen asegurando que lo que querían era devolver la paz a Afganistán y, para ello, aplicarían una amnistía general.
Nada más lejos de la realidad. La violencia se ha multiplicado y la economía afgana ha caído en picado. La ONU estima que 40 millones de afganos ya pasan hambre y que de ellos 9 millones han llegado al límite. Alerta además de que el hambre en Afganistán ha alcanzado en pocos meses a niveles nunca vistos en los 40 años precedentes, los mismos que lleva el país en guerra.
Las mujeres no pueden trabajar y muchas madres de familia solas han tenido que recurrir a la mendicidad. En otros casos, todavía más sangrantes, hay familias que han vendido a uno o dos de sus hijos para poder dar de comer a los demás.
El periódico británico The Guardian contaba hace pocos días el caso de una madre que, después de vender a dos de sus hijas, había tenido incluso que vender un riñón para mantener a sus dos hijos varones enfermos y pagar las facturas médicas pendientes. El sufrimiento físico y psicológico de estas personas es extremo.
Porque la llegada al poder de los Talibanes, un grupo terrorista de asesinos y fanáticos, ha sumido a los afganos en la oscuridad. Y, sobre todo, a las afganas.
Ellas continúan manifestándose valerosamente contra este grupo radical que pretende la aniquilación total de la mujer en la vida pública. Muchas de ellas han sido asesinadas o atacadas en represalia por haber defendido sus derechos, como es el caso de Tamana Paryani. Otras como Alia Azizi, funcionaria de prisiones, permanecen desaparecidas.
Y, aunque parezca anecdótico y menor, los Talibanes también han sumido a todo un pueblo en el silencio porque han prohibido la música, como ya hicieran hace 20 años cuando tomaron también el poder por la fuerza. Tan solo están permitidos los cantos religiosos.
Por eso, los miembros del Afghanistan National Institute of Music (ANIM) y sus familias tuvieron que huir apresuradamente del país vía Qatar hasta recalar en Portugal para salvar sus vidas, pues habían cometido el pecado de ser músicos.
Si de algo sirven plataformas como Twitter es para ver la realidad de muchos lugares donde no son bienvenidos los periodistas ni hay luces y taquígrafos. Hace unos días se viralizó un vídeo que muestra el enésimo atropello de los Talibanes contra la libertad y los derechos, aunque sea el derecho de escuchar e interpretar música.
El vídeo fue grabado en la provincia de Paktia, cerca de la frontera con Pakistán, y muestra a los Talibanes burlándose de un hombre que llora desconsolado al ver cómo sus instrumentos musicales quedan reducidos a cenizas. Parece que le han pegado y después le han obligado a prender fuego a los instrumentos y a mirar mientras se consumen.
A finales de agosto, nada más hacerse con el poder tras la salida de EE.UU. y otras potencias, los Talibanes dejaron claro que no iban a permitir la música por ser algo “no islámico”. Lo hicieron asesinando a sangre fría en Andarab, al norte de Kabul, al músico Fawad Andarabi, especialista en música tradicional. Lo mataron solo por el hecho de ser músico. Por si no fuera poco acabar con vidas humanas y someter a todo Afganistán al sinsentido de su brutal interpretación del Corán, además pretenden arrasar con la cultura y tradición de un pueblo milenario.
No se engañen. Nadie ha elegido a los Talibanes en Afganistán. No gobiernan legítimamente y el resto del mundo no debe aceptar que una banda de asesinos guíe por la fuerza y la violencia el destino de todo un pueblo; aunque sea por la egoísta razón de que, si lo permitimos hoy, mañana un grupo así podría gobernar su país.
En Internet de forma gratuita y en varias plataformas de vídeo tienen a su disposición numerosos documentales sobre la historia de Afganistán con testimonios sobre cómo era el país en la década de los 60; una nación, dicen muchos afganos, que tenía todo para ser feliz y “de la que nadie se quería ir”.