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La nueva serie de El Trece, en el prime time argentino, vuelve a introducir un sacerdote en su trama central. Y como ha ocurrido en otra serie reciente producida por la misma productora Pol-Ka, lo hace protagonista de una historia de amor.
La serie es La 1-5/18, Somos uno, y transcurre en el barrio homónimo, villa miseria ficticia en la que se entrelazan variados personajes que conviven a diario tanto con tragedias marcadas por la violencia y la carencia como con muestras de solidaridad, esperanza y fraternidad entre vecinos. Cada capítulo, tres emitidos hasta el momento, aclara que los hechos y personajes son ficticios, y cualquier similitud con la realidad es pura coincidencia.
Pero es innegable la verosimilitud de la propuesta, aun con estereotipos propios de la producción televisiva. La serie no busca crear un mundo nuevo, sitúa su trama en una villa del AMBA.
En esa línea, el comedor comunitario de “La Peñaloza”, como se define el barrio, es una realidad presente en comunidades carenciadas de este tipo. Y la figura del cura villero, del sacerdote del barrio, en otras ficciones similares omitida pero en esta priorizada, también juega un rol preponderante. La vida social de la villa es motorizada en muchos casos por comunidades parroquiales que son casa de solidaridad, pero también de oración. Y ambas dimensiones, al menos en los primeros capítulos, parecieron ser retratadas por la serie 1-5/18.
En una efímera presentación, el padre Antonio es quien encabeza la pastoral del barrio.
Figura respetada y querida, que ha dejado huella en la vida de muchas personas, muere durante una procesión víctima de un infarto, y es reemplazado naturalmente por el padre Lorenzo, mucho más joven que él, quien acababa de llegar a su parroquia.
Ya en la primera escena el personaje de Lorenzo interactúa con Lola, una de las líderes sociales del barrio, nacida fuera de él pero muy comprometida por su historia personal con la villa. Ambos personajes se posicionan en pocas secuencias como los estandartes de la justicia y el bien, de referencia y confianza para los vecinos. E inician, en miradas y gestos, lo que previsiblemente a lo largo de la serie será una relación de atracción amorosa.
La figura del sacerdote comprometido es recurrente en la ficción televisiva. En general, se lo presenta como un personaje honesto, que se opone a la injusticia, que da consejo al humilde, pero que tiene problemas con la jerarquía episcopal a la que se suele asociar en las ficciones con lujos y tramas políticas. Y, como pareciera insinuar esta serie, enamoradizo.
A diferencia del padre Tomás de Esperanza Mía, emitida en 2015 y producida también por Pol-Ka, una serie con otras pretensiones, el padre Lorenzo encarna un rol un poco más coherente para lo que sería la vida eclesial.
Más allá de generalizaciones propias de la ficción y omisiones lógicas para el avance de la trama, el sacerdote como Antonio y Lorenzo, celebra, acompaña, motoriza cambios sociales, no es el único protagonista de la vida de la parroquia o la capilla, y no está ridiculizado ni exagerado en su figura de cura villero frente a lo que sería un sacerdote con otro encargo pastoral.
Pero si en los siguientes capítulos, ya grabados con gran antelación, se confirma la historia de amor insinuada en los primeros tres, la serie habrá caído en un lugar común tan frecuente como falaz. La representación en las ficciones de la opción sacerdotal por el celibato tiende a ser tomada a la ligera. Y por más que la ficción se presente como ficción, en la reiteración, pierde verosimilitud.
Hay una inmensa riqueza en la vida sacerdotal, del cura villero, del capellán hospitalario o de colegio, del párroco o sacerdote de cualquier comunidad, más allá de la tensión con el celibato. Quizá aquella serie que acierte en reflejarla encuentre una veta para diferenciarse y atraer nuevas audiencias, sin necesidad de correr el riesgo de ofender con
caracterizaciones.