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Los misiones jesuitas, la música y la supervivencia del Barroco

VIOLIN
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Martín Susnik - publicado el 22/05/21
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Herencia y vigencia musical de la labor evangelizadora en América del Sur

En su misión evangelizadora la Compañía de Jesús, que había sido fundada por San Ignacio de Loyola en 1534, tuvo un importantísimo rol en América Latina a través de sus “reducciones”, poblados de indígenas organizados y administrados por los sacerdotes jesuitas en el Nuevo Mundo. Arribaron a Brasil a mediados del siglo XVI, unos años más tarde a Perú y México, aunque el sistema tardó varias décadas en consolidarse. Finalmente se extendió también a Bolivia, Paraguay y Argentina.

Entre los muchos desafíos y obstáculos, los jesuitas supieron llevar a cabo su obra misionera basándose mayormente en el respeto a los indígenas, preservando costumbres nativas que no estuvieran en desacuerdo con la fe cristiana y con la justicia, incluso evitando la supresión total de la religión indígena y buscando puntos de encuentro con el catolicismo.

En esta labor evangelizadora la música tuvo un rol de suma importancia. Como lenguaje universal, la música permitía establecer una comunicación común entre la cultura indígena y la europea. Los misioneros supieron aprovechar la inclinación de los indígenas hacia la música, con ayuda de la cual no sólo pudieron establecer una comunicación transcultural sino también promover la devoción.

Por ello no sorprende el importante papel que en las reducciones jesuíticas tuvo la música, especialmente en las fiestas y ritos del oficio religioso. La práctica musical representaba para los indígenas músicos una participación activa en las ceremonias y también un alto privilegio, ya que los ubicaba en un alto escalafón de la jerarquía, lo cual ayudó a involucrar a la población indígena en la oración y la liturgia.

En cada misión había coros y orquestas para celebrar las misas, lo cual implicó que además del aprendizaje de la interpretación musical se estimulara la construcción de instrumentos (muchos de los cuales eran luego exportados a Europa por su buena calidad) y la copia de partituras.

En estas composiciones se mezclaban elementos musicales europeos e indígenas, de modo que no se trató de una aculturación, sino de un verdadero enriquecimiento transcultural gracias a un proceso en el que tanto los misioneros como los pueblos originarios se involucraron activamente, aportando cada cual los elementos de la propia cultura.

Parte de este repertorio afortunadamente ha llegado hasta nosotros, permitiendo así la supervivencia de estas particulares obras del Barroco. La historia de su descubrimiento es curiosa: en la década del 70 el arquitecto jesuita Hans Roth se encontraba trabajando en la reconstrucción de la iglesia de San Rafael de Chiquitos (Bolivia).

Al notar una falta de concordancia en las mediciones al trazar los planos, Roth descubrió una recámara secreta escondida detrás de una gruesa pared que durante tres siglos había permanecido sellada. Al abrir el recinto encontró más de cinco mil partituras y decenas de instrumentos musicales (violines, violonchelos, flautas, clarinetes, oboes, arpas y trompetas).

Este descubrimiento estimuló nuevas investigaciones y consecuentes nuevos hallazgos en templos cercanos. Un año más tarde fueron encontradas unas cuatro mil partituras más en Moxos. Algunas de ellas pertenecían a un músico jesuita de primera línea, el italiano Domenico Zipoli, cuya obra mayormente ha desparecido en Europa, pero logró sobrevivir en América. Zipoli nació en la Toscana en 1688 y fue el compositor europeo más famoso que haya viajado hacia América durante el período colonial español y también el músico más importante que haya contribuido a las Misiones Jesuíticas en América.

Otras fueron compuestas por músicos indígenas. Y es que los jesuitas encontraron entre los nativos una llamativa facilidad no sólo para asimilar las complejas obras del Barroco europeo, sino también mucho talento para la composición.

Si bien la norma en ese entonces indicaba que en las obras litúrgicas no se dejara registro del autor, los jesuitas desafiaron el rigor de aquella prohibición y permitieron a algunos músicos asentar signos al pie de la partitura, gracias a lo cual ha sido posible realizar en algunos casos una suerte de registro de los músicos nativos.

Entre los manuscritos hallados se encontraban obras de diverso género: misas, motetes, himnos, sonatas y piezas para órgano. Recién en la década del 90 fue hallada en los archivos de Chiquitos y en Moxos la ópera “San Ignacio de Loyola”, compuesta por el ya mencionado Zipoli y Martin Schmid (también jesuita). En ella los personajes principales son San Ignacio, San Francisco Javier y el demonio, quien a pesar de sus esfuerzos no logra desviar a los evangelizadores de su misión.

Ashley Solomon, profesor del Royal College of Music de Londres, es admirador de esta tradición musical y explica sus particularidades: “Tomaron esta música y la hicieron suya; es más alegre, más optimista. Su música eleva el espíritu en lugar de ser una autoflagelación, que es lo que se observa en mucha de la música clásica occidental de la misma época”. Solomon observa también que una de las características musicales de estas piezas es que son más breves y están escritas en incrementos pequeños que capturan más fácilmente la atención, que ahora tiende a distraerse más que antes.

El sacerdote polaco Piotr Nawrot, acaso el más especialista en la materia (al ser destinado primero a Paraguay y posteriormente a Bolivia, supo compaginar su vida como religioso y la investigación musical) logró recuperar himnos, óperas, lamentaciones y pasiones en lenguas nativas de aquella época.

Según sus investigaciones, las misiones jesuitas habrían tenido entre treinta y cuarenta músicos indígenas tocando en las misas. Al ser expulsada la Compañía de Jesús en 1767, los indígenas se apropiaron de ese legado musical y lo hicieron propio, fueron incorporando composiciones y sonoridades nuevas creando así un nuevo estilo. Sostiene que los indígenas reinventaban las composiciones, porque sentían que el músico europeo quiere mostrar más su técnica, mientras que ellos buscaban acercarse a Dios.

Gracias a estos descubrimientos y a algunas posteriores investigaciones puede decirse que las partituras del denominado “Barroco Misional” han podido sobrevivir el paso del tiempo. Pero no sólo sobrevivieron las partituras, sino toda una tradición musical que se ha mantenido viva en la zona. Aún hoy en algunos poblados bolivianos la música barroca sigue plenamente vigente.

Así puede observarse por ejemplo en Urubichá, un pueblo campesino al noroeste de Concepción al que se llega después de cruzar diez puentes a través de la densa selva. Se trata de un pueblo de ocho mil habitantes en cuya escuela de música encontramos quinientos alumnos, casi todos los niños del lugar. A la hora del almuerzo, los niños caminan por la plaza del pueblo cargando estuches de instrumentos en la espalda. Se dice que allí la gente “nace con un violín bajo el brazo”.

Conocida es también la labor del Ensamble Moxos, que en realidad forma parte de una iniciativa más grande: la orquesta de San Ignacio de Moxos y el Instituto Superior de Música y Turismo de San Ignacio. El Ensamble está formado por docentes y algunos alumnos destacados y es el sostén principal del Instituo Superior que enseña gratuitamente a más de doscientos niños y adolescentes, mayormente indígenas de escasos recursos.

El Ensamble Moxos cuenta ya con seis discos publicados y es embajador de la cultura boliviana. Han llevado los sonidos del Barroco Misional a diversos países europeos en numerosas giras.

Dejamos a disposición un video documental más extenso sobre el Ensamble Moxos AQUÍ

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