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Javier Gomá: No se trata de ser libres, sino de elegir bien

JAVIER GOMÁ
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Vidal Arranz - publicado el 28/04/21
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Hablamos de lo vivido en este año de Pandemia con el filósofo y director de la Fundación Juan March: “Necesitamos una dimensión simbólica y espiritual para afrontar la aspereza de la muerte”

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Javier Gomá gusta de definirse como ‘filósofo mundano’ y bajo ese paraguas agrupó en 2016 más de sesenta microensayos previos en los que intentaba aportar una mirada reflexiva distinta, o incluso insólita, sobre aspectos de la realidad que no suelen centrar la atención de los pensadores.

A esa línea de trabajo reunida en ‘Filosofía mundana’ hay que sumar otra centrada en la ejemplaridad, con hitos como ‘Imitación y experiencia’ o ‘Necesario pero imposible’ que encontraron continuidad en la reflexión sobre la ejemplaridad póstuma de ‘La imagen de tu vida’, escrito tras la muerte de su padre.

Su último trabajo ensayístico, ‘Dignidad’, coloca esta idea como centro de lo que entiende por progreso civilizatorio y avanza en una idea de la libertad que siempre tiene en cuenta al otro.

En los últimos años ha desarrollado en paralelo a su trabajo como filósofo, y director de la Fundación Juan March, una labor como autor teatral que ha recogido en ‘Un hombre de 50 años. Trilogía teatral’, en la que se incluyen la comedia ‘Quiero cansarme contigo’ o el desamparo de ‘Inconsolable’.

Pero la mundanidad de Gomá no sólo se plasma en sus textos, sino también en una praxis personal y una actitud vital abierta a la hora de exponer sus ideas y contrastarlas en todo tipo de foros y medios. Era lógico, por tanto, que la pandemia, y su impacto en lo humano, centrara su interés y le llevara a dedicarle muchas energías y tiempo de reflexión que resume ahora en esta entrevista.

¿Es usted de los que piensan que la naturaleza nos envía algún tipo de mensaje a través de esta pandemia que aún sufrimos?

No creo que la naturaleza envíe mensajes, porque la naturaleza no tiene capacidad de envío. Lo que ocurre es que la historia de la humanidad ha estado ligada a su relación con la naturaleza, ya sea como supervivencia en la naturaleza, adaptación a ella, luego, dominación y, más recientemente, incluso riesgo de explotación y aniquilación de la naturaleza.

No es que la naturaleza nos mande mensajes, pero sí que se resiste a su dominación y plantea una cierta ‘rebeldía’ a esa domesticación que el hombre pretende sobre el globo terráqueo. No es una reacción en forma de cuestión moral sino una resistencia a dejar de ser lo que es.

De lo que no cabe duda es de que es un acontecimiento que nos obliga a repensar lo que somos y hacia dónde vamos...

Que es un acontecimiento digno de meditación, sí. Pero lo son muchos. Para un filósofo mundano como yo presumo ser, no hay hecho humano que no sea susceptible de meditación. Tanto más uno de esos hechos que ponen en vilo la vida y la muerte no sólo del individuo, sino de la humanidad en su conjunto. Quizás sea el primero que flagela y pone en jaque a toda la especie humana al mismo tiempo. Es natural que esto tenga consecuencias. Ya sea para alterar lo que hay o para acelerar los cambios en marcha.

¿Y en qué sentido cree que puede afectarnos?

Sobre esto he reflexionado bastante a lo largo del último año. Una de las primeras reflexiones apunta al hecho de que, al haber sido el primer daño compartido por toda la humanidad, va a acelerar la tendencia al cosmopolitismo que ya estaba en marcha.

La convicción de que la humanidad ahora no es una especie prepotente, sino vulnerable, y en peligro de extinción, genera sentimientos de pertenencia. De modo que nos desembarazamos de identidades, nacionalismos y fronteras y todos sentimos que pertenecemos a la misma especie humana, presidida por el mismo principio, que es la dignidad individual.

La pandemia ha puesto en cuestión la idea de libertad.

Esa otra de las consecuencias, y es también la aceleración de un proceso en marcha que tiene que ver con el uso de la libertad y que a mí me gusta reflejar gráficamente con esa señal de tráfico de las rotondas que te dice: ‘Usted no tiene la prioridad’.

Los siglos XIX y XX han sido los siglos de la reivindicación de la libertad personal por encima de todo, el siglo XXI será el siglo que avanzará hacia la definición de una forma de ser libre civilizada, social, responsable y ejemplar.

La pandemia nos ha mostrado que si, en el uso de mi libertad, sólo tengo en cuenta mi interés, mi gusto, mi espontaneidad… puedo poner en peligro la vida de personas con las que contacto y me relaciono. Es decir que, dependiendo de cómo use mi libertad puedo ser cómplice de un asesinato.

Eso ha impactado poderosamente y nos ha revelado que tenemos un compromiso colectivo para hacer uso de la libertad de una determinada manera y no de otra. Los siglos XIX y XX han sido los siglos de “usted tiene la prioridad”. El XXI será el siglo de “usted es libre, como el conductor del coche, pero no tiene la prioridad”. Hay un aprendizaje moral. No se trata sólo de ser libres, sino de ser libres de una determinada manera. Elegir bien, que es el origen de la palabra elegante.

Usted defiende la idea de que ese periodo de individualismo romántico de los siglos XIX y XX concluye en los años 60 y 70, lo que parece chocar con la percepción intuitiva de que, justo en ese periodo, en los movimientos que hemos aglutinado en la palabra ‘sesentayochismo’, ese individualismo se exacerba.

Pero no hay contradicción alguna ahí. Mi tesis es que esos movimientos que usted designa son el canto del cisne del romanticismo. A partir de entonces, y como suele ocurrir con las ideas caducas, esas ideas se convierten en ideas sociales y en lugares comunes, pero han perdido su capacidad transformadora y emancipatoria.

Son la última exaltación del romanticismo de la sinceridad, la autenticidad, la espontaneidad… A partir de ahí se han convertido en un cliché que incluso usa la industria del entretenimiento como mercancía para series de televisión. Las ideas transformadoras son las que están fuera de la escolástica popular. El gran aprendizaje es que entender que la libertad es una precondición de la ética, pero no es la ética misma. La ética está en el modo como usas la libertad.

¿Qué balance podemos hacer de la ejemplaridad ciudadana en estos meses de restricciones? Me da la impresión de que hay un poco de todo

Una cosa es la descripción de la realidad y otra la enunciación del ideal. En la descripción de la realidad, hay que reconocer que España, como el resto del mundo civilizado, ha admitido unas restricciones graves de libertad, que de hecho equivalen a un arresto domiciliario, sobre todo para proteger a las minorías más débiles. Ha habido un cierto sacrificio en el que ha podido brillar esa idea de dignidad que es tan importante en el siglo XXI. ¿Cuál ha sido la motivación?

No creo que sólo el temor a la multa o a la autoridad, como tampoco creo que se explique como una repentina transformación social hacia la ejemplaridad. Ha habido algo de pánico. A lo mejor si esta enfermedad sólo afectara a los mayores de 80 años hubiéramos reaccionado de otra manera. El pánico es muy movilizador, aunque esa movilización se traduzca en meterte en la prisión doméstica. En este tiempo hemos visto también que la solución a la crisis no puede venir por medidas coactivas, sino por la auto coacción que es la moral. Y luego, claro, en la parte científica y tecnológica, por las vacunas.

En esa gestión de las limitaciones de la libertad estamos viendo la resistencia de algunos grupos sociales, pero también me parece que las contradicciones e incoherencias de los gobiernos han minado su crédito.

No estoy seguro de esto último, honestamente. Al margen de mis creencias personales, las encuestas revelan que la tendencia de voto es favorable a los gobiernos, tanto en el Gobierno de España, como en el de Madrid. No se aprecia un castigo severo a los gobernantes que han gestionado la pandemia, al menos en España. ¿Por qué? No lo sé. No debe ser casual que la inmensa mayoría de los gobiernos han generado una sensación de chapuza o de fracaso.

Comprendo que la ciudadanía se queje, porque ha estado sometida a arresto y empobrecimiento, pero nos hemos enfrentado a un imprevisto de gran magnitud y los gobiernos han hecho lo que han podido. Con esto no pretendo disculpar a nadie. Pero sí quiero aplicar una cierta indulgencia, poco frecuente en la opinión pública, porque lo que nos ha sobrevenido es de tal dimensión que es imposible dominarlo o gestionarlo de manera brillante, o carismática, porque afecta a la vida, libertad, patrimonio y salud de millones de ciudadanos que están acostumbrado a disfrutar de sus derechos y a los que les cuesta renunciar a ellos. El malestar es muy grande, el destrozo es extraordinario y, por tanto, la tendencia a la queja también lo es.

Usted defiende que se ha producido un progreso civilizatorio que tiene en la dignidad su máxima expresión. ¿Cómo le ha afectado la pandemia a este sentido de la dignidad?

Algunas muertes solitarias, sin poder despedirse de sus seres queridos, sin duelo, sin entierro, sin funeral, sin homenaje… rozan la idea misma de la indignidad. Han sido todo lo contrario de la buena muerte, más bien una mala muerte. Pero lo más importante para mí tiene que ver con esta otra idea que alguna otra vez he argumentado: la ley de la dignidad es aquella que sustituye la ley del más fuerte, que es la propia de la naturaleza, por la ley del más débil, que es la propia de la cultura.

Y esta ley del más débil se ha ido ampliando y ramificando en los últimos siglos y en esta crisis sanitaria hemos visto cómo la mayoría ha aceptado empobrecerse y limitar sus libertades para proteger a los más débiles: las personas más mayores, las menos rentables, las que aportan poco a la productividad social, pero a los que se les reconoce, como no puede ser menos, una dignidad. En este sentido lo que hemos visto ha sido la ratificación del progreso moral. Me parece que al menos la solución occidental a la crisis ha rendido el debido homenaje a la dignidad.

Por otra parte, la muerte se ha hecho más presente que nunca, pero, en cierto modo, se ha relativizado como nunca.

Suelo distinguir entre muerte y mortalidad. La muerte ha estado muy presente siempre. Uno va al cine y ve muertes, ve el telediario y se encuentra con muertes, y tu hijo pone un videojuego y se dedica a matar. La muerte está por todas partes y puede tener un lado muy banal. Otra cosa distinta es la mortalidad, que es la conciencia de nuestro carácter contingente o finito, y las consecuencias que, para la meditación, para la reflexión, para la moralidad, tiene esa conciencia.

La muerte ha estado muy presente en este último año. Estoy seguro de que en esta ocasión nos ha llevado muchas veces a la reflexión sobre la mortalidad. No sólo cualquiera de nosotros puede morir, sino que algunos de los nuestros han muerto y es raro el que no ha visto la muerte cerca. Pero, sobre todo, lo que ha aflorado es la posibilidad de la muerte de la humanidad.

¿Quién nos dice que dentro de 3 o 5 años no llegue un virus que sea igualmente contagioso, pero más letal? La mortalidad es el lugar donde brotan aquellos bienes que hacen la vida digna de ser vivida. Porque sólo en la medida en que somos conscientes de que morimos desarrollamos la filosofía, la ciencia, el arte, la tecnología, la ética, la compasión, la indulgencia, la solidaridad, el derecho, la justicia, los derechos fundamentales… De modo que no sería extraño que de la experiencia traumática de la pandemia surgiera también una cierta renovación de estos bienes.

La pérdida de los ritos religiosos colectivos durante tantos meses (los funerarios y los otros), y que tantas personas hayan muerto sin la compañía de sus seres queridos dibuja un escenario inquietante. Sorprende la docilidad con que se ha aceptado.

La docilidad tiene que ver con algo sobre lo que no hemos meditado suficiente, que es el pánico, que ha sido por primera colectivo y casi total. En un primer momento cundió la sensación de que no podías hacer prácticamente nada que no estuviera expuesto a un posible contagio. Ha habido mucho pánico y muchas veces no confesado. Y las personas mayores han tenido un pánico muy grande que los ha llevado a no salir de su casa, a renunciar a ver a sus hijos y nietos, a cualquier vida social… y con buenas razones porque los contagios se producían. Aunque también ha habido una parte de autoconvencimiento.

¿En qué medida el hecho de vivir uno de los momentos con menos sensibilidad religiosa de la historia de la humanidad puede dificultar la gestión de una realidad como ésta?

Hay que matizar eso. Un libro de Rodney Stark, ‘El triunfo de la fe’, demuestra que la tesis de que se está perdiendo la fe es incorrecta. Lo que se está debilitando es la adhesión a las confesiones organizadas. Stark, que es historiador y sociólogo de las religiones, muestra cómo, muy al contrario, se ha producido un progreso de la fe y de la espiritualidad en el mundo entero, y en algunos conceptos incluso en Europa. Una reciente encuesta del CIS revelaba, de hecho, la importancia del sesgo religioso en la votación a la comunidad de Madrid.

El hombre y la mujer son, sobre todo, conciencias simbólicas. Necesitamos una dimensión simbólica y espiritual que trascienda la aspereza de la muerte, y el hecho desnudo de que una persona amada deja de existir. Que un ser humano, que es una individualidad primorosa, acabe convertido en lo más contrario a la dignidad, un cadáver, o sea, una cosa, produce un escándalo que necesita una interpretación. Esa interpretación puede ser cultural, alegórica simbólica, ritual, espiritual o estrictamente religiosa. Pero esa dimensión ayuda a interpretar el hecho y ponerlo a la altura de la dignidad de la que somos portadores, mientras que su ausencia nos hace semejantes a mosquitos.

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