Tu vida es un misterio maravilloso, respétate y acepta el fuerte abrazo de Dios a su persona más amada
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Soy libre para elegir lo bello o lo feo, lo fácil o lo difícil, lo agradable o lo desagradable. Elijo lo que me hace bien o lo que es tóxico para mi alma. Elijo…
escuchar al que me hiere o cerrar mis oídos a sus injuria,
subir el monte o recorrer el desierto,
nadar en el río o cruzar el mar,
contemplar muy quedo un atardecer o despertar mirando un amanecer,
la compañía de mis seres queridos o abrazo la soledad, con el dolor que conlleva…
Yo elijo cómo quiero vivir. Respondiendo a lo que los demás esperan de mí y renunciando a lo que soy para agradar a otros. O decido ser yo mismo con todo lo que eso implica.
Está en mi mano tomar lo que me hace feliz o dejarlo a un lado por miedo, por mi estado de ánimo, o porque no soy capaz de gobernar mi vida.
Depende de mí
Elijo los sueños que se pueden cumplir y también los otros, los imposibles, porque me alegran el alma. Recorro el mundo entero para abrazar un instante de paz en medio de mis problemas.
Es fácil perderse en pensamientos negativos que me quitan la ilusión cuando no soy capaz de ver la luz al final del túnel. No quiero acentuar mis miedos, por eso me visto con sonrisas.
Depende de mí el camino que emprendo y aquel que dejo a un lado, porque no es el mío. Opto por subir la montaña o decido bajarla lleno de alegría. Camino solo o voy acompañado.
Empiezo a ser yo mismo y no me dejo hundir por las contrariedades que enfrento. Llevo dentro de mí la promesa de una vida feliz, esa promesa que ha sembrado Dios en el alma.
Escucharme
Veo, ante mis ojos, ideales que encienden mi corazón, que está hecho para el cielo. No quiero vivir reprimiendo lo que grita muy dentro de mí, porque sé lo que pasa cuando lo hago. Comenta el padre José Kentenich:
“¿Se puede llamar a alguien al ideal del pleno desinterés cuando tiene que recuperar todavía su adolescencia, cuando la ha reprimido con la ascética? Lo que reprimimos con demasiada fuerza, se venga“.
Quiero ser honesto conmigo mismo y escuchar los gritos que llevo en mi interior. Esos gritos inmaduros y esos otros que no lo son tanto.
Decido no acallar con mano férrea lo que no me gusta de mí, incluyendo mi pecado. No tapo lo que me incomoda y respeto esa voz que grita muy dentro pidiéndome que entregue la vida sin guardarme nada.
Sé que lo que Dios me pide para mi vida ya lo llevo dentro como semilla, como tallo que crece. No pretendo adaptarme a lo que todos esperan de mí, me volvería loco.
No temo el juicio de los hombres, porque pasa y se olvida. Lo que me importa es sostenerle la mirada a Jesús cuando me dice que me ama por encima de todo y de forma incondicional. Y yo lo miro y lo acepto.
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¿Qué me hace feliz?
La felicidad es un don que lucho por labrar dentro de mi vida. Para eso dejo de lado actitudes que no me hacen bien, más bien me enferman. Comenta Eduardo Punset una pauta para educar en la felicidad:
“Una de las pautas pasa por desechar la competitividad y fomentar el verdadero trabajo en equipo, el altruismo”.
Competir con otros me hace infeliz, mientras que el altruismo me hace mejor persona. Querer quedar por delante de otros siempre, me cansa y dejar que los demás ocupen los primeros puestos me hace más libre.
Luchar por ser el mejor me quita la alegría porque siempre alguien tendrá más éxito, más poder, más influencia que yo.
No tengo que temer no ser importante. Todo pasa en esta vida que son dos días. Y mi vida, en realidad, es mucho más que el eco que deja la música de todo lo que he vivido.
Cada vida, un misterio sagrado
Acepto que mi vida es un misterio. No todo lo que hay dentro de mí lo conozco. Ni todo lo que soy es amado por mí. No todo lo veo, ni lo acepto. Y tampoco conozco al que me ama y al que no amo tanto como quisiera. Comenta el Padre Kentenich:
“¿No hay acaso en la relación de un ser humano con otro muchas más cosas misteriosas de las que solemos admitir ante nosotros mismos? Ninguno de nosotros debe afirmar que conoce realmente a otro, ni siquiera si convive diariamente con él desde hace años“.
Abrazo el misterio de mi vida y de la vida de los hombres. De los que más conozco sin conocerlos tanto. Y decido que ese misterio es algo sagrado que respeto con un amor tierno de niño.
Nadie puede decir cómo soy yo en mi totalidad, si no es Dios. Y a nadie conozco tanto como para no reconocer que su vida sigue siendo un misterio maravilloso ante el que me arrodillo.
Por eso elijo vivir amando los misterios. Sin querer desvelarlos ni desentrañar su esencia. Acepto la verdad que veo y la que intuyo y amo.
Y me siento así amado por Dios y por los hombres. En ese misterio que yo mismo desconozco muy dentro de mi propia alma. Y decido ser yo mismo siempre, sin falsos moldes ni apariencias. Amo a Jesús que se ha fijado en mí y me ama, como a su hijo más bello.
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