La realidad es a menudo un camino mejor que el que nosotros hubiéramos deseado…A menudo pretendo que la vida se adapte a mis necesidades. Que los demás se adapten a mis planes y deseos. Que los sueños se adapten a la realidad o la realidad a los sueños.
Pretendo que se haga posible lo que busco, lo que anhelo, lo que aún no poseo. Lanzo los brazos al aire queriendo retener pájaros al vuelo, sujetándolos con fuerza para que no se escapen, para que no vuelen.
Pretendo esconder el sol con la palma de la mano, como si ya no existiera. Y detengo el viento escondiéndome tras un muro, para que no me haga daño, para que no tenga fuerza.
Busco que los demás cambien porque yo estoy bien y los demás son los imperfectos. Y siento que yo hago todo por ellos y no recibo nunca a cambio la misma moneda.
Negar la realidad impide la paz
Pretendo dibujar un mundo irreal, que no existe fuera de las fronteras de mi fantasía. Niego con rabia lo que toco, lo que duele, para que no sea verdad lo que ahora veo.
Esa actitud mía de no querer aceptar lo que tengo, ni desear lo que vivo, es la raíz de mi infelicidad, de mi desasosiego, de mi falta de paz.
Parece que no soy feliz con lo que tengo. Quiero algo diferente y busco que todo se adapte a mí para que se haga posible el paraíso en la tierra.
Te puede interesar:
No siempre estoy dispuesto a aceptar la verdad
¿Intentando inventar a Dios?
También me sucede con Dios y con la religión. Imagino a un Dios como el que deseo. Le pinto el rostro, le pongo las manos y lo hago manejable. Quiero que obedezca mis órdenes y haga posible todos mis deseos.
El otro día Rafael Nadal comentaba en una entrevista:
“No me ha apetecido hacerme mayor, siempre estuve bien en la edad que me tocaba. A mí nunca me apetecía avanzar”.
Te puede interesar:
7 lecciones de Rafa Nadal para aplicar el espíritu deportivo a nuestra vida
Me gusta esa forma de ver la vida. Estar feliz con lo que tengo es el camino de mi santidad. Sonreír alegre con lo que vivo en este momento, sin querer adelantar el calendario para pasar de puntillas por el presente. Dice la Biblia:
Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos. Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien. Esta es la bendición del hombre que teme al Señor”.
Sin miedo
Dichoso seré cuando viva temiendo al Señor. Pero no con ese temor que me impide caminar y dar saltos audaces en la vida. No con ese temor reverencial por el que tengo miedo de la reacción del que amo.
No me gusta ese miedo que me lleva a ocultar mi debilidad por miedo al rechazo, al enojo, a la rabia de quien dice amarme. Es como si no quisiera decepcionar a nadie con mis pecados, con mis caídas, con mis torpezas.
¿Es que mi amor no es capaz de amar la debilidad del amado? Si alguien, para que yo lo quiera, necesita ocultar su verdad y mentirme, por miedo a mi rechazo, si eso sucede tengo que preguntarme qué estoy haciendo mal.
Si para sentirme amado tengo que ocultar una parte de lo que soy, por miedo a que me rechacen, tengo que cuestionarme cómo es mi amor.
El miedo y el amor me parecen incompatibles. Un amor con miedos es un amor tibio, torpe, huidizo. Un amor que exige del otro continuamente una actitud perfecta y no tolera el más mínimo fallo, es un amor muy débil.
Te puede interesar:
La heroicidad de dar el sí a la realidad tal como es
Dar de verdad
Un amor incondicional es el que me hace feliz. Cuando lo recibo. Cuando lo entrego. No esperar del otro lo que no puede darme es mi camino a la felicidad.
Esperar lo que no me van a dar, es un engaño. Siempre me estarán ocultando lo que no me gusta ver. Y así parecerá que todo está en orden, pero es mentira.
Un amor construido sobre mentiras se desmorona muy fácilmente. Quiero vivir en la verdad. Aceptar la verdad de mi vida sin temer que me engañen.
Mirar a los ojos y ver la verdad dibujada en ellos, aceptar lo que no me gusta, besar lo que no es perfecto.
Quiero que Dios entre en mí venciendo los obstáculos que yo le pongo. A veces le construyo murallas para que no entre dentro. Leía el otro día:
“Dios actúa en nosotros cuando le dejamos activar lo mejor que hay en nuestro ser. Toma cuerpo en nuestra existencia en la medida en que lo acogemos. Su presencia se va configurando en cada uno de nosotros adaptándose a lo que le dejamos ser”[1].
Dios respeta al máximo mi libertad. Se adapta a mis formas, a mis maneras. Deja que tenga en el corazón ideas equivocadas sobre Él. No intenta cambiarlas a la fuerza.
Ve que hablo mucho de Él y que todavía no vivo en comunión con Él, amándolo. Pero no me fuerza, me deja vivir con mis miedos sabiendo que con esos miedos lo único que consigo es no ser feliz.
No puedo vivir con miedo tratando de contentar a todos, incluido a Dios. A la larga me quebraré y no lograré ser quien quiero ser.
Te puede interesar:
En tiempo de sufrimiento reza la oración de la serenidad
La imperfección es el camino
Mi pobreza es parte de mi verdad. Mis pecados son parte de mi vida. No puedo renunciar a lo que soy tratando de abrazar a un Dios que sólo existe en mi fantasía.
Dios es mucho más grande de lo que imagino. Es más misericordioso que ese Dios del que huyo.
Cuando no me acepto como soy, cuando no me perdono en mis debilidades y torpezas, cuando no me amo sabiendo que habrá cosas que nunca van a cambiar en mí, me alejaré de Dios porque sentiré que es imposible que pueda quererme viendo cómo soy.
Y viviré pretendiendo tapar el sol con la mano, ocultar las estrellas cerrando las ventanas, hacer desaparecer la lluvia cerrando los ojos.
La realidad se impone. Las cosas son como son, aunque yo no quiera aceptarlas. Sólo tengo que amar mi vida como es para ser más feliz.
Te puede interesar:
Por qué aceptar mis sufrimientos y defectos me hace mejor
[1] José Antonio Pagola, Arturo Asensio Moruno, El camino abierto por Jesús. Juan