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Por qué aceptar mis sufrimientos y defectos me hace mejor

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 09/09/19

Aceptar mi cruz me abre a servir, me lleva a salir de mi angustia y ansiedad

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Jesús me pide que lo siga con todo lo que llevo ahora en el alma: «Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío». Me pide que aprenda a llevar la cruz entre mis manos. No lo entiendo. ¿No es posible dejar la cruz a un lado? ¿No habrá otros más capaces de llevar la cruz que ahora me duele?

Miro la cruz que me pesa. ¿Pesan todas las cruces? Miro el dolor que me provoca que no salgan adelante mis planes, lo que yo más deseo, mi camino trazado en mi mente, en mi alma. Ya decía Antoine de Saint-Exupéry:

«Guárdame de la ingenua creencia de que en la vida todo debe salir bien. No me des lo que yo pido, sino lo que necesito. En tus manos me entrego».

Me detengo ante un olivo, en un huerto. Miro la cruz en mi espalda, entre mis dedos. Esa cruz que a mí me pesa. Miro al cielo y grito: «¿No es posible que pase de mí este cáliz?».

Miro a Jesús buscando respuestas y algo de consuelo. ¿No es posible? El dolor de la cruz me duele tanto… Es mi cruz. No sé si es más pesada que otras, no lo sé, no me importa. Tal vez me la invento y no es una cruz tan terrible. O simplemente es la frustración de mis deseos lo que más me duele.

¿Estoy dispuesto a beber de ese cáliz? No lo sé. Me dan miedo la muerte, la enfermedad, la partida. Me da miedo sufrir innecesariamente. ¿Qué sentido tiene el sufrimiento que toco en tantas almas?

¿No podría pasar de largo el cáliz? Es lo que deseo en el fondo del alma. La plenitud aquí y ahora. Es cuando lo deseo. Dejo la cruz a un lado. Porque duele entre mis dedos. Y el alma llora.

Dejo mi cruz, la que ahora acaricio deseando perderla de vista. Que otro la coja en mi lugar. Que no sea yo el que llore y sufra.


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Hoy miro a Jesús en medio de mi huerto, junto a un olivo: «Pero no se haga mi voluntad sino la tuya». Duelen estas palabras al estallar en mi garganta.

¿Seré capaz de cargar con la cruz que pesa? ¿Podré beber el cáliz? Que se haga su voluntad. Y que su querer sea el mío. Que su sentimiento sea mi sentimiento. Su forma de mirar la mía. Su manera de vivir, de entregar la vida.

Parece tan sencillo sobre el frío papel que recoge estas letras… Tan fácil hablar de unión de voluntades. La suya y la mía, un solo querer. Pero siento el dolor de la cruz que pesa en mis entrañas. ¿Cómo voy a seguir a Jesús cargando con la cruz de mi vida?


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Cada uno tiene su cruz. La mía pesa el peso que puedo llevar. Sé que mi vida está crucificada. Todas las vidas tienen su cruz. Y Jesús se adapta a la forma de mi cruz, a la madera blanda de mi alma.

Se adapta para estar en mí crucificado, sosteniendo con sus fuerzas el peso del madero. En mi propio dolor, en mi debilidad que pesa Jesús hace que mi yugo sea suave y mi carga llevadera.

Sí, ahí donde duele esa cruz que cargo, Jesús se une a mí. Su corazón en mi corazón. Mi corazón en el suyo.

Me detengo a contemplar la cruz concreta que hoy me pesa. ¿Qué nombre tiene? Hoy lo pronuncio con voz queda ante Jesús crucificado. Jesús conoce muy bien todo lo que me duele. Sabe tan bien como yo cuáles son mis penas y amarguras.

Él está en mí crucificado y me da esperanza en medio de la dureza del camino. No puedo ser discípulo suyo si no cargo con la cruz. Porque tengo la cruz pegada a la piel. Forma parte de mi historia, de mi alma, de mi forma de ser.

No me entiendo sin estar crucificado. Porque sólo desde la cruz salvo mi vida. Sólo desde la aceptación de mi realidad como es. Con sus límites, con sus carencias.

Si no sigo los pasos de Jesús cargando con mi madero, no puedo ser discípulo suyo. Eso lo he aprendido. Desde la aceptación crezco.

Para poder abrirme a otros y servirlos con humildad tengo que aceptar mi sufrimiento, mi herida, mi cruz:

«Una vez que el sufrimiento es aceptado y comprendido y no es necesaria la negación puede convertirse en un servidor que cura desde sus heridas».

Desde la negación de mi vida tal y como es sólo puedo vivir amargado. Por eso no quiero renegar de mi historia, de mi pasado, de mi presente, de mi futuro.

No reniego de todo lo que me duele y pesa ahora mismo. El dolor también forma parte de mí. Soy yo parte de la cruz y la cruz es parte de mí. Así como una enfermedad es parte de mi vida, no es algo ajeno a lo que yo soy.

Pero esa cruz no me condiciona, no me limita, no me aleja de los demás. Aceptar la cruz me abre a servir, me lleva a salir de mi angustia y ansiedad. Es eso lo que me quiere decir Jesús cuando me pide que le siga cargando con mi cruz.

Él sabe que con Él todo es más liviano. Los problemas son más fáciles de resolver. Y el peso de mis pesares es más llevadero.

En Él tienen sentido esos pasos que parecen conducir a ninguna parte. Aunque tenga que vivir sin entenderlo todo, eso no importa. Mi cruz configura mi alma para siempre. Da forma a mi rostro, a mi cuerpo, a mi alma.

Si quiero negar lo que no me gusta de mí acabo prescindiendo de lo que soy, negando lo que hay en mí de verdadero. Para ser discípulo de Jesús sólo me queda coger mi vida en mis manos y besarla como un niño confiado.


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