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La heroicidad de dar el sí a la realidad tal como es

Niño ante el mar

© Javier Ignacio Acuña Ditzel / Flickr / CC

Carlos Padilla Esteban - publicado el 31/03/14

Nos negamos a aceptar la enfermedad, la muerte de nuestros seres queridos, la limitación... no queremos afrontar las crisis, los fracasos, el olvido

A veces Dios se salta sus caminos habituales para llegar a nosotros. Nos sorprende. Muchas veces tenemos encasillado a Dios. «Esto es de Dios, esto no es de Dios», decimos con seguridad.

Tenemos que aprender a creer en lo imposible como los niños, a estar abiertos a los caminos distintos, a ese amor que Dios nos muestra cada día de forma nueva. Nunca se agotan sus caminos, sus maneras de llegar hasta nosotros.

Para casi todos los milagros, Jesús pide que crean, y esa misma fe es la que les cura y les salva. Cura por dentro y por fuera. Suele ser que Jesús pide del otro la humildad de mostrarse vulnerable; sólo así es posible sanar. Pero a veces cura sencillamente por amor. Por compasión.

Como decía el Padre José Kentenich: «Fomentemos con amor las capacidades del otro. Para ello hace falta una gran abnegación. No girar en torno a nosotros mismos sino en torno de Dios y del bienestar de aquellos que Dios nos ha confiado, que nos ha puesto en el camino»[1].

Eso es lo que hace Dios, gira en torno a nosotros, en torno a nuestra necesidad. Quiere descorrer el velo de nuestra alma y que entre la luz. Quiere que haya amor en nuestra vida.

El amor que educa cree en el amado. Vivir descentrado y volcado sobre aquel a quien amamos es el camino.

A veces cuesta aceptar la verdad tal y como es. Cuesta aceptar la realidad cuando no se corresponde con lo esperado. Nos gustaría cambiarla y no queremos darle nuestro sí. Parece pueril, pero es muy común.

Nos negamos a aceptar la enfermedad, la muerte de nuestros seres queridos, la limitación. No queremos afrontar las crisis, los fracasos, el olvido. La verdad desnuda es dura y decirle que sí es heroico.

Aceptar nuestra verdad, nuestra debilidad, ¡cuánto cuesta! Reconocernos pequeños y débiles cuando hemos sido educados para ser grandes y fuertes, no parece fácil, la verdad.

Aceptar que Jesús hacía milagros era algo que los fariseos no comprendían. No querían ver en Él al hijo de Dios. No podían creer en su poder, porque su presencia amenazaba su estabilidad. Jesús era molesto. Su vida era molesta. Su amor era molesto.

Los milagros,¿con qué poder lo hacía? Si venía su poder de Dios, ¿quién era realmente Jesús? Mil preguntas en sus corazones. Ellos querían servir a Dios, pero ese supuesto hijo de Dios rompía sus esquemas, todo su camino de vida, lo que habían construido, su estabilidad, su seguridad.

Cuesta aceptar la verdad cuando pone en peligro la vida que llevamos. No nos gusta mostrarnos débiles y necesitados. Aunque sabemos que aceptar nuestra pequeñez es nuestra salvación. Dios se conmueve cuando nos aceptamos pequeños y necesitados.

María se alegra ante el Señor que la quiere en su pequeñez. Pero Dios no se conmueve por la belleza de María, por su ser inmaculada, por estar llena de gracia. Dios se conmueve por la humildad de esa niña que, con un corazón lleno de paz, dice que sí, que cree, que es esclava, que se haga su voluntad en su vida.

La fragilidad de esa niña desarma a un Dios todopoderoso. Dios se deshace ante la desnudez de su hija, ante su pobreza, ante nuestra herida. Es nuestra impotencia la que vuelve impotente a Dios. Es nuestra fragilidad la que hace que Dios se abaje y se conmueva.


[1] J. Kentenich,
Kentenich Reader III, Tomo III

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