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Carlos Padilla Esteban - publicado el 14/06/20
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Recibir a Jesús en la Comunión me hace más parecido a Él…

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Jesús dice que Él es el pan de vida:

“Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que Yo daré es mi carne por la vida del mundo”.

Y sus palabras llevan al escándalo. ¿De verdad no me escandaliza pensar que Jesús pueda partirse para darse? ¿No me confunde que al partirse por todos, no sólo no disminuya sino que aumente el poder de su presencia en cada uno? Es incomprensible.

COMMUNION

Lucian Coman | Shutterstock

Yo me he acostumbrado a lo imposible. Lo adoro, lo recibo, sin darle el valor que tiene. Es un milagro que pueda recibirlo entre mis dedos y llevármelo a la boca.

Es un milagro que su presencia me haga mejor persona. No comulgo porque soy bueno, comulgo para ser más humano, más compasivo, mejor hijo.

La comunión es una gracia que no siempre fue comprendida. Las palabras de Jesús resultan escandalosas:

“¿Cómo puede este darnos a comer su carne?”.

A veces hasta a mí me puede llegar a escandalizar. Pero Jesús me lo vuelve a recordar:

Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y Yo en él”.

Viviré para siempre si como su pan. Me gustaría sentir lo que siente san Francisco:

“Francisco utiliza en cierta ocasión una imagen: – El alma ha dejado todas sus inclinaciones. Desnuda está en la presencia de Dios. Entonces, se reviste nuevamente de las antiguas inclinaciones hacia los padres, el hogar, la patria y los amigos. Pero ahora se trata de inclinaciones nuevas, diferentes”[1].


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Comulgar con Jesús me hace renunciar a todo para estar vacío ante Él. Y al mismo tiempo volver a tomarlo todo entre mis manos, pero ahora con una mirada nueva. Llego a ser un hombre nuevo por la comunión.

Jesús no me pide que renuncie a lo humano. No quiso que renunciara a comer su cuerpo y beber su sangre. En Él se une lo humano y lo divino, el cielo y la tierra. Leía el otro día:

“Dios está en lo íntimo de cada ser humano. No es algo separado de nuestra vida. No es una fabricación de nuestra mente, una representación medio intelectual o medio afectiva, un juego de nuestra imaginación que nos sirve para vivir «ilusionados». Dios es una presencia real que está en la raíz misma de nuestro ser”[2].

Su presencia dentro de mí es real. Y esa presencia se fortalece con la comunión diaria. Recibir a Jesús me hace más parecido a Él.

KOMUNIA ŚWIĘTA

Piotr Hukalo/EAST NEWS

Hace que mis sentimientos sean más los de Cristo. Logra que me parezca más a ese Jesús que iba por los caminos bendiciendo, dando la vida.

Comulgar es ese paso imprescindible para que mi vida cambie y se parezca más a su vida. Quiero los sentimientos de Jesús: misericordia, bondad, verdad, justicia, autenticidad, humildad, mansedumbre, esperanza, alegría.



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Compartió la tristeza conmigo al ver tanto dolor y no poder hacer todos los milagros que deseaba. Sufrió el dolor al sentir la dureza del corazón del hombre que no se dejaba amar.

Comparte conmigo la desilusión al no ver realizados tantos planes que anidarían en su alma. Y le dolería tanto ese madero de la cruz que acababa con esperanzas humanas tan valiosas…

Me gustan los sentimientos de Jesús. ¡Qué lejos estoy! Puedo comulgar todos los días por gracia de Dios. Pero no se nota. No cambio tanto como quisiera. No soy de Dios como sueño. Miro con nostalgia al que me gustaría llegar a ser.



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