Pocos saben de la oscuridad que pasó Francisco, el santo de Asís cuando sus frailes menores crecieron tanto que ya era imposible mantener en todos el mismo espíritu de pobreza y humildad que le había inspirado Dios hacía muchos años, a él, un joven de un pequeño pueblo de Italia, llamado Juan y apodado “Francesco”.
Fueron meses duros los que pasó en soledad antes de que se celebrara el capítulo de su orden. Tiempo en el que se retiró a la montaña a rezar para disipar la profunda tristeza que le producía en su alma ver a su orden dividida y alejada del amor primero que lo impulso a él, y a sus cuatro amigos, a dejarlo todo y reconstruir la Iglesia de su amado Cristo.
La novela de Eloi Leclerc La sabiduría de un pobre retrata con profunda belleza y realismo lo que viven las almas de los santos.
Santos a los que estamos acostumbrados a ver, como dice el papa Francisco, “con cara de estampita”, pero santos que fueron hombres de carne y hueso como nosotros y que, para alcanzar las altas cumbres de la virtud y la confianza en Dios, pasaron por duros y dolorosos procesos de conversión y de aceptación de su propia impotencia y despojo.
El libro describe esa oración en soledad del santo de Asís y nos muestra, de forma absolutamente elocuente y hermosa, lo que en verdad significa seguir a Cristo como Él quiere ser seguido y amado.
He querido resaltar 4 puntos (con algunos extractos del libro) para conocer un poco más de la fisionomía espiritual de un santo como Francisco:
1. Entrar sin miedo a nuestra noche
Cuando sea necesario, retirarse a la montaña (como lo hizo Francisco) para estar con Dios en la oscuridad.
“Francisco se calló, cerró los ojos y permaneció inmóvil, con las manos cruzadas sobre las rodillas, la cabeza un poco apoyada hacia atrás contra el árbol. León le miró entonces atentamente. Y tuvo miedo. Su rostro no estaba solamente hundido y demacrado, sino deshecho y velado por una profunda tristeza. Ni el menor espacio de luz sobre esta cara antes tan luminosa. Solo sombra de angustia, de una angustia honda, que hundía sus raíces hasta el fondo del alma y la devoraba lentamente. Parecía el rostro de un hombre en una terrible agonía. Un trazo duro atravesaba la frente, y la boca tenía un gesto amargo.
Por encima de ellos, escondida en el follaje espeso de un roble, una tórtola dejaba oír su arrullo quejoso. Pero Francisco no la oía. Estaba metido completamente en sus pensamientos. Le llevaban constantemente, a pesar suyo, a la Porciúncula. Su corazón estaba atado a esta humilde parcela de tierra, situada cerca de Asís, y a su iglesia de Santa María, que él mismo había restaurado con sus manos. ¿No era allí donde quince años antes el Señor le había hecho la gracia de comenzar a vivir con algunos hermanos según el Evangelio? Todo era entonces bello y luminoso, como una primavera de la Umbría. Los hermanos formaban una verdadera comunidad de amigos. Entre ellos el trato era fácil, simple, transparente. Era, en verdad, la transparencia de una fuente. Cada uno estaba sometido a todos y no tenía más que un deseo: seguir la vida y la pobreza del altísimo Señor Jesucristo. Y el Señor mismo había bendecido esta pequeñita fraternidad. Y se había multiplicado rápidamente. Y a través de toda la Cristiandad habían florecido otras pequeñas fraternidades de hermanos. Pero ahora todo estaba amenazando ruina. Ya no había unanimidad en la simplicidad. Entre los hermanos se discutía ásperamente y se destrozaban. Algunos de ellos, que habían entrado tarde en la Orden, pero influyentes y con elocuencia, declaraban sin parpadear que la regla, tal como estaba, no respondía ya a las necesidades de la comunidad. El porvenir de su Orden le parecía muy sombrío. Veía a los suyos divididos. Le contaban los malos ejemplos que daban algunos hermanos y el escándalo que producían entre los fieles”.
2. Esperar el amanecer
En medio de su turbación pudo encontrar luz -como muchas veces nos pasa a nosotros- en las palabras de un amigo. Para Francisco fueron las palabras de Clara. Ella le ayudó a entender que la obra que él había comenzado no era suya, sino de Dios, y que nada podía hacer.
“(…) Supongamos que una de las hermanas de esta comunidad viene a acusarse de haber roto una cosa cualquiera por una torpeza o por un descuido; le haré, sin duda, una observación y le pondré una penitencia, como se acostumbra. Pero si viniera a decirme que ha prendido fuego al monasterio y que está quemado ya todo o casi todo, creo que en ese momento no tendría nada que decirle. Me encontraría ante un acontecimiento que me sobrepasa. La destrucción del monasterio es verdaderamente algo demasiado grande para que yo me turbe profundamente. Lo que Dios ha construido Él mismo, no se sostendría por la voluntad o el capricho de una criatura. Tiene otra clase de solidez”.
Francisco entendió que el porvenir de la gran familia religiosa que Dios le había confiado, era algo demasiado grande para que dependiera de él solo y se preocupara hasta el punto de estar turbado. Entendió que es también -y sobre todo- un asunto de Dios.