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A finales del siglo VI, una grave plaga de peste asoló la ciudad de Roma, reclamando incluso la vida del papa Pelagio II. Fue un tiempo difícil para los ciudadanos romanos y, cuando el papa Gregorio I fue elegido para liderar la Iglesia, de inmediato se dispuso a apelar a la misericordia de Dios.
San Gregorio Magno (como más tarde se le conocería) organizó una enorme procesión alrededor de la ciudad, invitando a todo el mundo a rezar a Dios por el fin de la plaga.
La Leyenda dorada narra que la procesión iba liderada por una antigua imagen de la Virgen María que, supuestamente, limpiaba el aire de la enfermedad.
A lo cual Gregorio añadió con prontitud: Ora pro nobis, Deum rogamus, ¡alleluia!
Un ángel consolador
La procesión continuaba su camino por la ciudad cuando san Gregorio llegó al mausoleo del emperador Adriano y presenció una visión que trajo paz a su alma.
Con el tiempo, se colocó una estatua del arcángel san Miguel envainando su espada en lo alto de Castel Sant’Angelo, que continúa siendo un recordatorio constante de la misericordia de Dios y de cómo respondió a las oraciones y súplicas del pueblo.
Cuando Dios ve una fe unida y sincera, responde generosamente a las oraciones.