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San Gregorio Magno, el papa que llevó esperanza a un siglo apocalíptico

GREGORY I

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Dolors Massot - publicado el 03/09/14

Realmente fue grande: un hombre de Dios interesado por atender a los demás

San Gregorio Magno es, en palabras de papa Benedicto XVI, “uno de los Padres más grandes de la historia de la Iglesia, uno de los cuatro doctores de Occidente”. Fue papa entre los años 590 y 604, y “mereció de parte de la tradición el título Magnus, Grande. San Gregorio fue verdaderamente un gran Papa y un gran doctor de la Iglesia.”

De familia profundamente cristiana

Nació en Roma, en torno al año 540, en una rica familia patricia de la gens Anicia, que destacaba por su nobleza de sangre pero también por su fe cristiana y por los servicios prestados a la Sede Apostólica.  

En aquella estirpe habían nacido dos Papas: Félix III (483-492), tatarabuelo de san Gregorio, y Agapito (535-536).

Sus padres eran Gordiano y Silvia, que fueron proclamados santos. En su casa vivían además sus tías paternas Emiliana y Tarsilia, que eran vírgenes consagradas.

San Gregorio estudió el Derecho Romano e hizo carrera administrativa y en el año 572 llegó a ser prefecto de Roma. Benedicto XVI señala:

“Este cargo, complicado por la tristeza de aquellos tiempos, le permitió dedicarse en un amplio radio a todo tipo de problemas administrativos, obteniendo de ellos luz para sus futuras tareas. En particular le dejó un profundo sentido del orden y de la disciplina: cuando llegó a ser Papa, sugirió a los obispos que en la gestión de los asuntos eclesiásticos tomaran como modelo la diligencia y el respeto que los funcionarios civiles tenían por las leyes.”

Poco después san Gregorio Magno dejó los cargos civiles y se retiró a su casa. Comenzó a llevar allí mismo vida de monje y la convirtió en el monasterio de San Andrés en el Celio. Hacía fuertes ayunos, que llegarían a perjudicarle la salud.

Convirtió su casa en monasterio

Dijo el papa Benedicto:

“Este período de vida monástica, vida de diálogo permanente con el Señor en la escucha de su palabra, le dejó una perenne nostalgia que se manifiesta continuamente en sus homilías: en medio del agobio de las preocupaciones pastorales, lo recordará varias veces en sus escritos como un tiempo feliz de recogimiento en Dios, de dedicación a la oración, de serena inmersión en el estudio. Así pudo adquirir el profundo conocimiento de la sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia del que se sirvió después en sus obras.”

El papa Pelagio, teniendo conocimiento de Gregorio, lo nombró diácono y lo hizo salir de su encierro.

Lo envió a Constantinopla como su “apocrisario” —actual “nuncio apostólico”— “para acabar con los últimos restos de la controversia monofisita y sobre todo para obtener el apoyo del emperador en el esfuerzo por contener la presión longobarda”, dijo Benedicto XVI.

Allí Gregorio volvió de nuevo a la vida monástica. Años después, sin embargo, el Papa lo llamó a Roma y lo nombró su secretario.

El 7 de febrero del año 590muere Pelagio II víctima de la epidemia de peste que asoló Italia.

El clero, el pueblo y el senado tienen claro entonces a quién elegir y por unanimidad proclaman a Gregorio como nuevo sucesor de Pedro.

“Trató de resistirse, incluso intentando la fuga, pero todo fue inútil: al final tuvo que ceder”, explicó Benedicto XVI.

En Roma le tocó hacer frente a una dura crisis económica. Puso los dominios de la Iglesia a trabajar en favor de los que estaban pasando hambre, solicitó a Sicilia el envío de grano de trigo, pidió (infructuosamente) que se repararan los acueductos de Roma para que llegara mejor el agua… Ayudó también a sacerdotes y monjas que vivían en la indigencia.

El peligro de los longobardos

San Gregorio se empleó a fondo en solventar la cuestión longobarda y en el 603 logró que se firmara el armisticio.

“A diferencia del emperador bizantino, que partía del presupuesto de que los longobardos eran sólo individuos burdos y depredadores a quienes había que derrotar o exterminar, san Gregorio veía a esta gente con ojos de buen pastor, con la intención de anunciarles la palabra de salvación, entablando con ellos relaciones de fraternidad con vistas a una futura paz fundada en el respeto recíproco y en la serena convivencia entre italianos, imperiales y longobardos.”

También “se preocupó de la conversión de los pueblos jóvenes y de la nueva organización civil de Europa: los visigodos de España, los francos, los sajones, los inmigrantes en Bretaña y los longobardos fueron los destinatarios privilegiados de su misión evangelizadora”. Por ejemplo, envió a san Agustín de Canterbury a evangelizar Inglaterra.

Le ayudó una reina católica, Teodolinda

Su relación con la reina bávara Teodolinda, que era profundamente católica, hizo que se pudiera contener la expansión de los longobardos en Italia y a la vez se les evangelizara.

Consta, además, que san Gregorio Magno pagó el rescate de muchos ciudadanos que habían caído prisioneros en manos de los longobardos.

Benedicto XVI también subraya en san Gregorio Magno “una atenta labor de reforma administrativa, dando instrucciones precisas para que los bienes de la Iglesia, útiles para su subsistencia y su obra evangelizadora en el mundo, se gestionaran con total rectitud y según las reglas de la justicia y de la misericordia. Exigía que los colonos fueran protegidos de los abusos de los concesionarios de las tierras de propiedad de la Iglesia y, en caso de fraude, que se les indemnizara con prontitud, para que el rostro de la Esposa de Cristo no se contaminara con beneficios injustos.”

El Canto Gregoriano

San Gregorio redactó la Regla Pastoral por la que se regirían los obispos en la Edad Media. También el Antifonario del que se llamaría Canto Gregoriano, que unificaría las diversas liturgias. Escribió abundantes cartas y homilías, y sus comentarios sobre el libro de Job y de Ezequiel han servido a otros santos como obra de espiritualidad fecunda.

Todo esto contrastaba con su salud, que era frágil. Los ayunos le pasaron factura y a veces debía permanecer en cama varios días. Su voz era débil y se sabe, por ejemplo, que un diácono debía leer en voz alta las homilías para que le oyera el pueblo. Pero eso no frenó que en los días de fiesta el Papa celebrara la misa solemne con el pueblo, lo que ayudaba a refrendar la doctrina de la Iglesia. Así fue como se le llegó a llamar “el cónsul de Dios”.

Benedicto XVI hizo balance de cómo era san Gregorio Magno con estas palabras:

Era un hombre inmerso en Dios: el deseo de Dios estaba siempre vivo en el fondo de su alma y, precisamente por esto, estaba siempre muy atento al prójimo, a las necesidades de la gente de su época. En un tiempo desastroso, más aún, desesperado, supo crear paz y dar esperanza”. Y aportó una lección: “Este hombre de Dios nos muestra dónde están las verdaderas fuentes de la paz y de dónde viene la verdadera esperanza; así se convierte en guía también para nosotros hoy.”

Los textos de Benedicto XVI pertenecen a su audiencia general del 28 de mayo de 2008. Pued consultarse el texto completo aquí:

Oración

Oh, Dios,

que cuidas a tu pueblo con misericordia

y lo diriges con amor,

por intercesión del papa san Gregorio Magno

concede el espíritu de sabiduría

a quienes confiaste la misión de gobernar,

para que el progreso de los fieles

sea el gozo eterno de los pastores.

Por nuestro Señor Jesucristo.

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