Es posible convertir en un camino lleno de luz y de paz lo que podría haber sido un camino oscuro y triste, todo depende de la mirada que es capaz de cambiar la realidad que se impone
El hombre vive angustiado por el miedo a perder la salud. Es todo tan frágil. De un momento a otro puedo perder la seguridad de mi cuerpo sano, de mi alma sana. Puedo enfermar casi sin darme cuenta. Antes lo podía hacer todo, ahora me siento impotente.
Al celebrar a María en Lourdes me conmueve pensar en tantos enfermos que llegan a la gruta. En Lourdes entregan sus dolores, sus miedos, sus soledades.
Allí María derrama un agua que purifica el alma y el cuerpo. No estoy sólo enfermo del cuerpo. Mi alma también está enferma.
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¡Cuántas enfermedades del alma en esta sociedad tan loca y confundida! Me siento exigido por todas partes. Surge la angustia. El sentimiento de culpa que me atenaza. La soledad que lacera mi piel.
Quiero que María sane mis heridas más profundas. El cuerpo enferma a menudo a causa del alma. Las heridas del alma se reflejan en la carne, en la piel. Soy cuerpo y alma, carne y espíritu. Todo repercute, tiene su peso, su fuerza.
A menudo rezo por un milagro. Que se cure una enfermedad incurable, que haya un milagro y sea yo el afortunado. Pido lo mismo que muchos piden. Busco al santo más eficaz para que interceda.
Se lo pido a María en Lourdes, donde da consuelo a los enfermos. Pido esa salud perdida. Para mí, para los míos, para los cercanos, también para los lejanos.
Pido milagros porque es lo que yo quiero, lo que el mismo Dios también desea. Él quiere mi salud, no puedo imaginar otra cosa.
La naturaleza humana es débil y se enferma. Es frágil y tiene fallos. Y me encuentro impotente por no llegar hasta donde yo pensaba.
Quería envejecer sano. No lo logro y enfermo. Pido un milagro. Creo que debería pedir mejor otra cosa. Podría pedir la gracia de vivir con paz la enfermedad que me toca. ¿No será una oportunidad para crecer en mi vida interior?
Conozco a una persona que siendo ya mayor enfermó de un cáncer sin esperanza de vida. Lo supo desde el comienzo. Esta persona me comentaba en una ocasión: “Estoy viviendo los mejores meses de mi vida”.
¿Cómo puede ser eso posible? La enfermedad es normalmente lo peor de mi vida. Pero para esta persona la enfermedad le acercó a ese Dios del cual se había alejado siendo joven.
Esa enfermedad le hizo valorar mucho más a sus hijos ya mayores y a su esposa. Esa enfermedad maldita le hizo descubrir a ese Jesús pobre caminando a su lado. Y pudo abrazarlo. Y pudo sentirse abrazado por él.
Ha muerto hace poco con la certeza de saberse profundamente amado por Dios. Como confesaba su hija después de su partida:
“Y así vivió la enfermedad, convirtió lo que podría haber sido un camino oscuro y triste en un camino lleno de luz y de paz. Nos ha enseñado que la aceptación de la realidad la puede transformar, que no debemos tenerle miedo a nada, que, hasta la situación más dura, puede ser ocasión de paz y alegría”.
En ocasiones puede ser la enfermedad una tabla de salvación en medio de la tempestad del alma. Para él lo fue. Todo depende de mi mirada que es capaz de cambiar la realidad que se me impone.
Creo que la enfermedad nunca puede ser un paréntesis en la vida del enfermo. Como un tiempo perdido en el que no soy yo, sino sólo una persona limitada, escondida, oculta.
Soy yo y mi enfermedad. Somos lo mismo. No puedo separarlo. Por eso no dejan de sorprenderme esas personas que ríen en el dolor, sonríen cuando todo parece tan oscuro, no viven quejándose de lo que no pueden hacer.
Y se alegran al descubrir ese nuevo camino que la enfermedad les abre. Los nuevos rostros que conocen. Las nuevas situaciones que pueden sacar lo mejor de ellos, en lugar de lo peor.
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Le pido a Dios por tantos enfermos que viven con amargura. Y por tantos que viven solos, sin compañía, sin consuelo. Por tantos que no entienden por qué les ocurre algo tan terrible y no ven en su dolor una tabla salvadora que los saque de su mediocridad de vida.
Miro a María en Lourdes, en su gruta. Desde allí Ella mira a los enfermos conmovida. Mira su vulnerabilidad y su alma enferma.
Yo le pido aceptar mi fragilidad y levantar las manos implorando su amor, su misericordia. Ella me abraza para que no decaiga.
Me siento como un niño acariciando la piedra húmeda de la gruta. Deseando encontrar en mi vida esta tabla de esperanza, ese consuelo último.
Para aceptar la vida en sus límites y comprender que allí se me abre una puerta estrecha para mirar el cielo, más de cerca, más dentro de mi alma. Todo se viste de luz y de alegría cuando Ella me mira y me consuela.