Diego Velázquez, el maestro andaluz del siglo XVII, fue el artista principal de la corte del rey Felipe IV; y uno de los pintores más sobresalientes de la Edad de Oro española.
Su importancia en la historia del arte es vastísima. Su obra influyó no solo a sus coetáneos, sino también sobre algunos de los desarrollos de periodos artísticos posteriores; en especial en los siglos XIX y XX.
Velázquez fue nombrado caballero en 1658 como miembro de la Orden de Santiago tres años después de terminar Las Meninas; y fue discípulo del gran pintor y tratadista de arte Francisco Pacheco. Estaba relativamente bien versado no solamente en cuestiones artísticas, sino también bíblicas y teológicas.
El Cristo Crucificado de Velázquez quizás sea una de sus obras religiosas más famosas. Algunos historiadores aseguran que el artista aprendió a usar el impactante contraste de oscuridad y luz del maestro italiano Caravaggio (quizás viera su obra por fuentes indirectas, a través de copias), para añadir realismo y un cierto toque de drama teatral a sus propias pinturas.
Esta afirmación tiene sentido, ya que, estilísticamente hablando (según se lee en el sitio web del Museo del Prado), la obra parece haber sido pintada poco después de su estancia en Italia, a principios de la década de 1630.
Inspirado en un Salmo
De hecho, la perfección anatómica de la figura de Cristo en sí sigue los ideales neogriegos del Renacimiento; algo que Velázquez habría visto con sus propios ojos en la obra de Guido Reni estando en Italia.
Sin embargo, los historiadores de arte afirman que podría existir otra explicación para semejante perfección anatómica: Velázquez se habría inspirado en un salmo. Al menos, indirectamente.
Francisco Pacheco, mentor y suegro de Velázquez, fue el autor de un tratado ampliamente difundido, El arte de la Pintura, un libro de texto que contiene detalladas y precisas instrucciones para pintores que desearan trabajar en iconografía religiosa.
En él codificó todos los grandes motivos de la pintura religiosa barroca, incluyendo cómo pintar la Sagrada Trinidad, la Inmaculada Concepción; y, por supuesto, al mismo Cristo, basándose en su mayoría en la Escritura y también en la Tradición y en el Magisterio.
En dicho tratado, que la Inquisición española empleaba para supervisar la producción artística dentro de los dominios del Imperio español, Pacheco escribió explícitamente:
Cristo, Nuestro Señor, no tenía padre terrenal y, por tanto, su aspecto se asemejaba completamente al de su Madre quien, después de Él, era la criatura de mayor hermosura que creara Dios jamás.
El más hermoso de los hombres
Tal vez esta lectura fuera suficiente dirección para Velázquez. Lo cierto es que la Tradición a menudo ha sostenido que Cristo era el más hermoso de los hombres; así que es natural que Velázquez recurriera a algunos de los cánones neogriegos de belleza anatómica para ejecutar su Cristo.
No obstante, podría haber otra fuente más que justifique la supuesta belleza física y supernatural de Jesús: Salmo 45, 3: “Tú eres hermoso, el más hermoso de los hombres”.
De hecho, esta frase de apariencia tan sencilla, sumada a los estudios grecorromanos de armonía y proporción, ha modelado la iconografía cristiana hasta el día de hoy y se puede asumir que el mismo Pacheco la tenía en mente cuando escribió su tratado.
Sin embargo, la belleza anatómica y supernatural del cuerpo de Cristo no solo se encuentra en las perfectas proporciones neogriegas que Velázquez siguió estrictamente; sino en el riguroso contraste entre el cuerpo luminoso de Cristo y la total oscuridad de la escena. Cosa que Velázquez extrajo seguramente de los Evangelios sinópticos: tanto Marcos como Mateo y Lucas afirman que las tinieblas invadieron la tierra “desde el mediodía hasta la hora nona” (es decir, hasta las tres de la tarde) cuando Jesús fue crucificado.
El uso de Velázquez de su radical claroscuro, según explican algunos teóricos y críticos del arte, aspira a representar también el triunfo de la luz de la Resurrección de Cristo sobre la muerte y el pecado, es decir, un tipo de hermosura también sobrenatural: la inefable belleza de la redención en sí misma.