Reflexiones del misionero español: Todos construimos y edificamos sobre el sacrificio y esfuerzo del amor de otrosTras doce años de misión en Gode, región somalí de Etiopía, el sacerdote anglo-español Christopher Hartley ahora es enviado por la Iglesia católica a fundar una nueva misión, esta vez en una de las zonas más peligrosas del planeta, en el Sur de Sudán. En entrevista, el Padre Hartley se dice listo para afrontar y disfrutar esta nueva aventura.
El padre Hartley fue colaborador de Santa Teresa de Calcuta. Comenzó su ministerio sacerdotal al servicio de la comunidad hispana en el Bronx, Nueva York, durante trece años. Entre 1997 y 2006 fue misionero en San José de Los Llanos, municipio de San Pedro de Macorís, en la República Dominicana, país que tuvo que abandonar al ser amenazado de muerte en varias ocasiones por su servicio a favor de los inmigrantes haitianos.
En el 2007 se estrenó la película The Price of Sugar («El precio del azúcar») dirigida y producida por Bill Haney con el padre Hartley como figura principal, mostrando las terribles condiciones de vida de los inmigrantes haitianos en los campos de caña de azúcar y los esfuerzos hechos para silenciar al sacerdote y a sus colaboradores. De ahí pasó a Gode, y de Gode a Yambio, en Sudán del Sur.
¿Qué te motivó a ir a Sudán del Sur?
A mí me atrae mucho una tarea que es muy oscura, muy dura, muy ardua y muy lenta, donde se invierte una enorme cantidad de esfuerzo físico, mental, emocional, espiritual y a lo mejor los logros son pequeñísimos y muy lentos, pero indispensables, como son los cimientos de cualquier edificio.
Después de 12 años me da muchísima alegría poder decir: tengo la sensación de misión cumplida, la sensación interna de que mi tiempo aquí ya se ha terminado. Hay gente que es leñador y hay gente que es ebanista; un ebanista no hace filigranas en la madera si un leñador no le ha cortado el árbol, pero el leñador nunca va saber en qué se convirtió el árbol que taló y eso es lo bonito de la Iglesia.
No tiene ni más ni menos mérito el que viene de tras de mí, pero estoy seguro que vendrá gente detrás de mí, con otras ideas que yo nunca he tenido, con otras capacidades que a mí me han faltado y afortunadamente en la Iglesia un ser humano no tiene todos los dones.
Y esta es la sensación de una misión cumplida, donde creo que cualquier sacerdote del clero local etíope o algún otro misionero puede llevar a cabo perfectamente la misión.
En diciembre del año pasado estuve al otro lado del Nilo, en la capital de Sudán del Sur, invitado por las hermanas salesianas a predicar un retiro. Yo no sabía nada de Sudán del Sur y estando ahí tuve la oportunidad de conocer al nuncio Mark Kadima y él me puso en contacto con el obispo que es presidente de la Conferencia Episcopal de Sudán del Sur que es Edward Hiiboro Barani y quedé muy impresionado de conocer a estos dos hombres y cuando me presentaron el panorama, yo, con la sensación de misión cumplida, me di cuenta de una llamada; es muy difícil describirlo, pero sí les dije: «Me encuentro en esta situación» y no lo dudaron y me dijeron, «vente».
Sinceramente no sé si es la edad, pero los años de misión me dan completamente igual. Yo lo que sé es que quiero ayudar a la Iglesia donde la Iglesia es más frágil, donde no tiene nada, donde no tiene personal, no tiene medios económicos y vive unas carencia terribles. Todo esto no se improvisa, son muchos años de misión, y es como todo en la vida, también es entrenamiento.
La experiencia de vida misionera te capacita para enfrentar nuevos desafíos y nuevos retos. En todos los lugares es necesaria la presencia de la Iglesia y en todos los lugares se enfrentan situaciones diferentes.
Ahora te toca un país en conflicto…
Sudán del Sur es un país que ha estado en guerra por más de treinta años. Hay un tratado de paz fragilísimo, pero, además, también hay muchos problemas internos entre grupos étnicos, los grupos de gobierno, los grupos rebeldes.
África, queramos reconocerlo o no, más que las fronteras que trazaron los ingleses en el siglo diecinueve, las fronteras las marcan las lenguas, las culturas, las tribus y los grupos étnicos. Sea como sea, en medio de todos estos conflictos la Iglesia tiene una misión que es anunciar a Jesucristo, que es anunciar el Evangelio y ser un signo de paz de reconciliación entre los hombres.
¿Cómo será este nuevo lugar?
Me han asignado un territorio que es la selva o jungla, con amplísima vegetación, muy verde, llueve mucho y la gente, a diferencia de Etiopía que eran más ganaderos, aquí son más agricultores, con lo cual ya sabemos que son una población más sedentaria por el hecho de la agricultura, viviendo en extrema miseria, sin acceso: a la salud, a la educación, a las necesidades básicas de la vida. Todo eso que humaniza un poco nuestra existencia, y yo creo que la Iglesia tiene un aporte que hacer.
El obispo me dijo que si me animaba a tomar este territorio, y fui a ver el lugar en la primera semana de mayo y quedé entusiasmado. Me han dado una iglesia que construyeron los padres combonianos en 1947. La fe llegó ahí hace unos 100 años.
Es una magnífica oportunidad para la Iglesia, para hacer presente en medio de las dificultades el Reino de Dios, no solo con palabras sino con signos de credibilidad. Voy a enfrentar una nueva realidad, yo no sé con lo que me voy a encontrar, pero seguro que habrá muchas oportunidades para dar signos de credibilidad.
No voy en mi prepotencia, voy muy pobremente porque no conozco la realidad, no conozco su cultura, no conozco su idioma. Mi llegada tiene que ser muy humilde.
¿Cuántos bautizaste en doce años en Gode?
Bauticé a tres personas. Estaban con el corazón del Islam. Cuando estás arando no estás cosechando manzanas de los árboles. Continuamente me preguntaban obispos, sacerdotes, cristianos y hasta mi misma familia: «¿Pero qué haces ahí?» «¡Qué desperdicio!» Pero la vida misionera es muy difícil reducirla a números.
Yo creo que es de extraordinaria importancia mirar esta realidad no con ojos mercantiles sino con una mirada de fe: el saber que aquí hay un solo dueño de la viña. Es importantísimo no querer ponernos a su a la altura, nunca perder de vista quienes somos.
El día con día es la grandeza de la Iglesia…
Las virtudes de la perseverancia, de la tenacidad, de la constancia, el ver el valor de la monotonía de la vida, de las pequeñas cosas, la disciplina.
Es la disciplina que supone para unos padres. Un niño no se levanta por la mañana preguntándose: ¿Se acordará mi madre de darme de cenar esta noche? No, porque eso lo vas a dar siempre por supuesto, porque ha habido una fidelidad, una tenacidad constante.
Lo más grande que nos ha dado Jesucristo lo ha dejado en un pedacito de pan, en una copa de vino, en signos tan pobres. Somos muy dados a lo espectacular, a lo llamativo, a lo que se contabiliza. En la Iglesia casi nadie cosecha lo que siembra y casi nadie cuando siembra va ver lo que ha sembrado.
Todos construimos y edificamos sobre el sacrificio y esfuerzo del amor de otros, en todos los ámbitos de la vida, en el ámbito familiar, parroquial o misionero. Y yo creo que es importante no olvidar que las personas pasan y al final solo queda Jesucristo en la vida de los hombres.
La tentación del puente es siempre retener a la gente, que la gente se quede a vivir en el puente; pero el puente no está hecho para eso, es saber dejar pasar a la gente, no retenerla para mí, que tú no eres el punto de llegada de la obra a la que se te ha enviado.
¿Tendemos a confundir lo maravilloso con lo espectacular?
Lamentablemente, muchas veces los sacerdotes corren mucho con este peligro en cualquier ámbito de la vida pastoral, de vivir de fuegos artificiales y al final todo mundo sabe que en un instante desaparece y luego vuelve la oscuridad, y es un gran peligro que luego produce muchísimo desaliento.
Cuando queremos ir de impacto en impacto, de emoción en emoción, esto todo mundo sabe, sea lo mismo en el matrimonio, que no se vive de enamoramientos, emociones, como en el comienzo, pero luego viene el día a día de la cotidianidad y que no es menos amor, sino que, al contrario, hay un enorme valor en hacer las cosas con una profunda convicción de fe independientemente de lo que mi sensibilidad me haga disfrutar. Y ser capaz de esta generosidad, de esta grandeza de alma que no se trata de lo que yo sienta, de lo que a mí me apetezca, de lo que a mí me guste.
Al haber ido a esta nueva misión al sur de Sudán, es el poder decirle a obispo: «donde usted me necesite, voy a disfrutar igual». Cualquier tarea que sea con todo el amor del corazón está edificando el Reino de Dios.
Hay mucho peligro en el clero de buscar nuestros gustos, de satisfacer nuestras necesidades de afecto o de compensaciones puramente humanas, incluso de remuneración económica, es decir, de asegurar la vida y nos cuesta mucho vivir en esta confianza de la Providencia, en esta sensación de precariedad, el no saber a dónde vas a ir a dar con tus huesos mañana.
Una de las cosas que me ha llamado mucho la atención en esta última etapa de Etiopía es la cantidad de gente joven que ha venido a la misión, y conviviendo con ellos me doy cuenta lo rápido que se cansan…y que se cansan físicamente.
Me llama la atención que como no están entrenados en la vida para ver el valor de las cosas que se les piden, se empeñan en realizar tareas que son más agradables. Esta idea del cansancio, mucha gente está acostumbrada a correr cien metros, y la vida no son cien metros, es un maratón.
Llegan del aeropuerto con un entusiasmo que se quieren comer el mundo, pero les dura aproximadamente cuatro días. A los cuatro días están tirados por las cuatro esquinas, no hay quien los levante por la mañana a rezar, porque ya no les da el cuerpo para ello. Viven en un mundo de fantasía.
En cambio, aprendes de tus mayores que ellos han vivido toda una vida que no ha ido a la velocidad de los cien metros, pero que nunca han dejado de caminar, de trabajar y de subir.