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¿Qué presencia tiene el Espíritu en la creación?

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Jose Luis Vázquez Borau - publicado el 13/03/19

¿Quiénes somos cada uno respecto a Dios?

Cada vez conocemos con mayor precisión y con más detalle lo que ocurrió en las distintas etapas de ese proceso en el que sucesivamente aparecieron las galaxias, las estrellas, los planetas, la vida y los seres humanos.

La astrofísica, la biología, la genética evolutiva etc. contribuyen actualmente a la creación de una imagen cada vez más completa y concreta del proceso de la evolución del universo, iniciado hace 14.000 millones de años.

Así, cuando el universo contaba sólo con 300.000 años se formaron los primeros átomos estables de hidrógeno y helio. Y hace unos 4.600 millones de años nació nuestro sol en la galaxia Vía Láctea.

Más tarde, hace 3.800 millones de años apareció la vida en la tierra. Hace unos dos millones de años aparecieron el Homo habilis y el Homo erectus.

Y, finalmente, como evolución de este último, tenemos en África, hace unos 150.000 años, los primeros restos del Homo sapiens.

De esta manera todos los seres vivientes y nosotros, los seres humanos, estamos directamente conectados con el origen mismo del Universo.


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El Dios Trinitario -en el que el Padre es el creador y fundamento del universo, el Verbo o Sabiduría divina establece el logos o forma de la creación, y el Espíritu Santo crea la unidad, vinculando todo en el Amor- no solo crea el universo en un instante sino que lo mantiene en una creación continua, mostrando la presencia de la Trinidad en todo tiempo y lugar de la historia natural y humana del universo.

El Espíritu está presente desde el primer instante de la existencia del universo, en el big-bang. Esto hace que los seres humanos emerjan en un universo lleno del Espíritu, lleno de gracia.

Pero la acción del Espíritu es una actividad creativa en un mundo en proceso, que tiene identidad y autonomía propias.

La Biblia pone ante nuestros ojos la imagen del Espíritu como el ‘Aliento de Dios’ que insufla vida en el polvo de la Tierra para que se transforme en un ser vivo (Gen 2,7).




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El ‘Aliento de vida’ que mora en cada creatura, la capacita para compartir la existencia y la vida que provienen del Espíritu, y que en último término provienen de la comunidad divina. Esa comunión es personal pero de un modo que trasciende lo humano.

No debe de entenderse que la acción del Espíritu en la creación se realiza siguiendo un proceso predeterminado o ‘de diseño’ cerrado sino mediante procesos abiertos y dinámicos.

La Palabra (Cristo) y el Espíritu son las dos manos de Dios recíprocamente interrelacionadas en el gran acto único de la creación continua, actuando conjuntamente en la creación.

Así, el Espíritu mora en todas las creaturas del universo y las capacita para existir desde la comunión divina.

La historia del Espíritu, que empieza con la creación, continúa en la historia humana con la historia de la gracia cristiana, del don cristiano.

Aunque, junto con esta historia de gracia, también existe una historia de rechazo de la misma gracia por parte de los humanos.

El Universo en evolución tiene la característica de estar inacabado. No es todavía lo que puede llegar a ser. Pero el Espíritu otorga misteriosamente potencia a la creación desde dentro.

El Espíritu trabaja paciente y amorosamente en cada aspecto de la naturaleza como potencia de futuro, capacitando a la creación para alumbrar un futuro que está más allá de lo que podamos imaginar.

El Espíritu es también compañero del Universo. Es la misma presencia personal de Dios, que acompaña a cada una de ellas con amor, se deleita en cada una, sufre con cada una, y promete a cada una su futuro en Dios.

La creación es una relación entre cada creatura y la Trinidad. Es una relación única y plural a la vez, en la que lo que es propio de cada persona divina entra en juego en la tarea única de la creación divina.

Lo propio del Espíritu de Dios es la inefable cercanía de Dios. Así, el papel del Espíritu es acercar a Dios a la creación (Cf. D. Edwards, Aliento de vida, EDV, Estella (Navarra) 2018).

El ser humano fue creado como un todo orgánico, aunque compuesto de distintas partes. El mundo no es una parte externa del ser humano, sino el gran cuerpo del que cada persona forma parte. La relación que el ser humano tiene con el mundo pertenece a la misma relación que mantiene consigo mismo.

Como dice Raimon Panikkar: “El mundo se realiza a través del ser humano y este se realiza en el mundo” (Cfr. R. PANIKKAR, La visión cosmoteandrica: el sentido religioso emergente del tercer milenio, Qüestions de Vida Cristiana, No. 156, 1991, 78-102).

Somos un solo cuerpo, Cristo, compuesto de innumerables individualidades, donde el egoísmo individual es antinatural, como es antinatural el egoísmo de una célula de nuestro organismo que, al centrarse en sí misma y anteponer su interés a la función orgánica del conjunto, produce cáncer.

Nuestro egoísmo es el cáncer del cuerpo místico, del cuerpo cósmico.

El amor de Dios nos rodea por todas partes. En él vivimos, nos movemos y somos. Podríamos decir que Dios es el ‘Yo’ último y único, mientras que nosotros somos sus ‘tú’. Nos movemos dentro del Amor como pez en el agua; como el niño en el seno de su madre, hasta el definitivo nacimiento, la muerte, donde veremos a Dios “cara a cara” (1 Cor 13,12).

El ser humano descubre en su interior una profundidad inmanipulable que a la vez le trasciende a sí mismo como ser particular y privado.

Siempre hay un más de lo que la mirada alcanza, la mente descubre o el corazón adivina. Es el fondo divino que cada ser posee. Un fondo infinito que no lo podemos llenar con nada que no sea Dios.

Este ‘más’ también se encuentra en el cosmos, como su dinamismo más íntimo, que se va desplegando en relación con el crecimiento del ser humano y de su conciencia.

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