Todo es pasajero y sólo el cielo me habla de una felicidad eterna que es la que de verdad añoroMe dice Jesús que tenga cuidado si ahora sólo río y disfruto de la vida que toco cada día. Y vivo encerrado en mis asuntos ajeno al mundo que sufre junto a mí.
No miro al que sufre y llora a mi lado. Infeliz yo si sólo busco mi bienestar y no me inquieta el dolor y el llanto de mi prójimo. Puedo hacer algo y no lo hago.
Infeliz cuando sólo pienso en mí y en mis intereses, olvidando los de mi hermano. Infeliz si pongo mi felicidad en el mundo que me rodea, en las fuerzas que lo mueven.
Infeliz si me alegra ver que miles de seguidores me aplauden y reconocen, más que a nadie. Pretendo ser yo el primero, el mejor, el más buscado.
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Me da miedo la felicidad de saber que todos hablan bien de mí sin que nadie me critique. Me preocupo. Ese reconocimiento unánime de los hombres no me da la felicidad. Me aclaman y alaban, no me conocen.
No me basta. No soy feliz. Aunque me sienta alegre a veces al tocar ese reconocimiento y admiración del mundo. No es la felicidad que sueño.
Tengo demasiada tierra pegada en mi alma. Demasiado apego al qué dirán, al qué pensarán de mí. No me hace feliz estar tan volcado en el mundo.
No quiero depender de ese reconocimiento y admiración. Porque todo es pasajero y sólo el cielo me habla de una felicidad eterna que es la que de verdad añoro.
Decía el papa Francisco: “La tentación de confundir la luz de Dios con las luces del mundo. ¡Cuántas veces hemos seguido los seductores resplandores del poder y de la fama, convencidos de prestar un buen servicio al evangelio!”.
No quiero que hablen bien de mí. Sólo deseo que Dios me mire bien. Eso me basta. No me tiene que importar tanto mi fama. ¿Por qué me afecta tanto cuando la pierdo, cuando me calumnian, cuando me difaman?
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Si yo me quisiera más a mí mismo tendría más paz en el alma. Sería más feliz si mi corazón estuviera anclado en el de Jesús.