¿Por que la justificamos diciendo que este sector crea puestos de trabajo? ¿Consideramos aceptable no acabar con un grupo terrorista simplemente porque su constante amenaza genera demanda de servicios de seguridad y, por lo tanto, desde el punto de vista económico, puestos de trabajo? ¿Qué pensaríamos si además quien vendiera armas argumentara que es armamento de precisión? Indignados clamaríamos por los derechos humanos y nos repugnarían los pretexto peregrinos.
Pero claro, si las muertes que provocan no son cercanas y pueden no ser televisadas entonces nos quedan lejos. Si el comprador es Arabia Saudí y los muertos son yemeníes, ya es harina de otro costal. Caemos rápidamente en el conformismo y miramos a otro lado.
“Es un contrato de bombas asépticas que apenas matan; es bueno para luchar contra el desempleo” – nos repetimos como Gollum de “El Señor de los Anillos” para adormilar conciencias, batallando en su ambivalencia. Con tal de aceptar lo que sea, nos aferramos a lo que nos tranquilice y permita pervivir exentos de responsabilidad.
Siempre me saltan todas las alarmas cuando pretenden venderme como bueno algo aludiendo que pretenden luchar contra el desempleo. Es el comodín estrella que suele esconder otra realidad. Una vez usado nadie cuestiona, nadie protesta. Curiosamente, quienes defienden a capa y espada la movilidad y readaptación laboral a nuevos sectores, cuando se trata del sector de la venta de armas suelen olvidar la reconversión en este caso. Esa incoherencia compromete la supuesta honestidad en su lucha contra el desempleo.
Como el bienestar proviene de lo que disponemos y la conciencia de lo que conocemos, tenemos tendencia a ignorar ciertas realidades y a adquirir argumentos anestésicos para adormilarnos. Preferimos vendarnos los ojos y seguir con nuestra película, observando conflictos y muerte por televisión mientras olvidamos que parte de nuestro bienestar depende de vender armamento.
La inquietante intro de la película “El Señor de la Guerra” muestra el recorrido de una bala desde su fabricación hasta que atraviesa la cabeza de un niño en el tercer mundo. Las rentas de ese negocio recorren el camino contrario engrosando nuestro bienestar civilizado, azotea desde la que indignarnos exentos de culpabilidad y responsabilidad. Nos exculpamos desde una torre de superioridad moral exenta de redención.
Lo primero que deberíamos hacer es aceptar la realidad desnuda. De igual manera que para poder resucitar se precisa aceptar la cruz, aceptar nuestra realidad social es el primer paso para permitir su transformación. La cruda realidad es que unos pocos obtienen suculentas comisiones de este negocio y fomentan argumentos clorofórmicos (pues admitir abiertamente que el objeto último y principal es su acumulación de riqueza) que socialmente aceptamos. Como perros en torno a una mesa de la que caen las migajas, el resto nos beneficiamos vía impuestos, empleo o consumo del suculento y cruento negocio. No disparar nos exime de culpa pero no de responsabilidad. En consecuencia, es necesario que demos respuesta no de compasión o caridad, sino de justicia.
Un amigo misionero, procurando civilizadamente sembrar paz en el deprimido norte de Uganda, se quedó desarmado de argumentos cuando su ayudante indígena extrajo una bala Made in Spain del cadáver de un niño de cinco años. Aunque en nuestro mundo nos creamos en una perfecta burbuja moral, desde fuera nada genera mayor descrédito que nuestra hipocresía.
Individualmente, como pequeños Davides, es difícil que podamos hacer nada contra los Goliath pero, tal vez, si el político necesita esconder las vergüenzas, podemos negarnos a aceptar adormilar nuestras conciencias ante la obstinada declaración de nuestros políticos que pretenden desviar la atención.