Si un miembro sufre, todos sufren con él, dice san Pablo… Para Jesús los pequeños son los más valiosos. Son objeto de su predilección. Por eso me anima a no escandalizar a los pequeños:
“Al que sea ocasión de pecado para uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgaran del cuello una piedra de molino y lo echaran al mar”.
Los pequeños, los débiles, los vulnerables, los abandonados, los que sufren la soledad y el desprecio. Sí, esos a los que nadie quiere y de los que nadie se preocupa. Jesús tiene una atracción especial por aquellos que sufren.
Y yo no puedo escandalizarlos, ni hacerles ningún daño. ¡Cuánto daño causan los abusos en la Iglesia! ¡Cuánto dolor provocado en corazones inocentes!
El que abusa, el que escandaliza, el que utiliza al débil. La autoridad mal ejercida. Esa herida en el corazón de la Iglesia. Ese grito de los inocentes que duele en el alma.
Decía el papa Francisco: “Pidamos perdón por los pecados propios y ajenos. La conciencia de pecado nos ayuda a reconocer los errores, los delitos y las heridas generadas en el pasado y nos permite abrirnos y comprometernos más con el presente en un camino de renovada conversión. Si un miembro sufre, todos sufren con él, nos decía san Pablo. Las heridas nunca prescriben”.
Ante tantos casos de abusos y daño causado a inocentes, me duele el alma. Soy Iglesia. Parte de una Iglesia que sufre. Cuando un miembro sufre yo sufro con él.
Y tal vez con mi propio pecado contribuyo. Tal vez no soy yo el que daña, pero sí el que está detrás sin aspirar a la santidad, sin soñar con las alturas, llevando una vida cómoda y aburguesada.
Yo con mis omisiones puedo hacer daño. También con mis silencios. También con mis pecados. No me olvido de ello.
Estoy unido como Iglesia a tantos que sufren. A tantas personas inocentes que sufren. En una sociedad que abusa de los más débiles, que se aprovecha de los desprotegidos, y rinde pleitesía a los poderosos.
¡Qué peligroso el poder que me tienta y seduce! Y dejo de cuidar y proteger al débil. Al inocente y desvalido que no me da nada.
Jesús me pide que no escandalice, que no vuelva mi rostro alejándome del herido. Quiere que se despierte en mi corazón la misericordia, la compasión, la solidaridad. Esa mirada que se vuelca sobre el que está abajo, sufriendo, solo, despreciado y herido.
Ante los abusos de autoridad, de conciencia, sexuales, el alma se rebela. No lo quiero. No puedo permanecer callado. Es el grito que brota en el corazón de Cristo.
Y compruebo mi propia debilidad, por mi pecado. La propia humillación que debería hacerme más humilde.
No sé si siempre sucede. En ocasiones me repliego y protejo. Y digo que me atacan, que atacan a la Iglesia, a Cristo.
La humillación que está unida a la expiación por los pecados. La necesidad de orar y renunciar por amor a los más débiles. Y ser yo para ellos lugar de descanso, de encuentro. Yo sanador de heridas estando herido.
El papa Francisco me invita a “asumir la lógica de la compasión con los frágiles y a evitar persecuciones o juicios demasiado duros o impacientes”.
Una mirada que enaltece, que respeta, que no juzga ni condena. Una mirada que eleva y devuelve al que está herido la dignidad perdida.
Reconozco que el mejor elogio que me pueden hacer es decirme que no juzgo al que se acerca. Que abro la puerta y lo espero.
A veces no es así. Necesito que cambie mi corazón. Necesito una conversión profunda que me haga mirar con benevolencia a todo hombre.
¡Cuánto me cuesta! ¡Qué fácil dejarme tentar por el poder de los poderosos y despreciar al que no me puede dar nada!
Decía Jean Vanier: “¿Cómo estamos ante el sufrimiento y la vulnerabilidad?”. Él me habla de mi actitud ante mi propio sufrimiento, ante mi vulnerabilidad.
Pero también ante la de los que me rodean. Me alejo del vulnerable porque no sé cómo acogerlo, quererlo y servirlo.
No sé cómo acercarme al que no me puede dar poder a cambio de mi cariño. Al que no tiene nada que ofrecerme.
Y me siento impotente tantas veces para levantar al caído y perder el tiempo junto al herido. Es como si tuviera otras prioridades.
Jesús me invita a cuidar al inocente, a salvar al desvalido, a proteger al vulnerable. Quiero cambiar la mirada. Quiero empezar a ser yo más niño para mirar con inocencia y con verdad.
Para descubrir en el más pobre y desvalido el rostro herido de Jesús. Y cambiar mis planes. Detener mis prisas. Alejar mis formas seguras y prepotentes.
Abajarme para hablar desde mi propia pequeñez. Yo mismo soy pequeño y lo olvido. Es como si los halagos y elogios me hicieran creer que tengo un valor añadido.
No es verdad. Soy de barro, estoy herido, soy frágil. Esa conciencia de pequeñez me hace más solidario con el desprotegido, con el vulnerable. Me convierte en protector de los que nada tienen.
Escucho el clamor del que sufre. Me detengo ante él. Le abro mi alma.