La moneda tiene dos lados y la Justicia presiones
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Cada juicio a un expresidente latinoamericano tiene trasfondo político. Siempre. Otra cosa es que existan hechos objetivos que lo sustenten. Y no puede ser de otra manera, tratándose de cargos públicos cuyas acciones y omisiones implicarán consecuencias políticas.
El caso de Lula confirma la regla. Tiene defensores a ultranza y detractores no menos terribles. Lula acumuló mucho poder y hoy parece tener el favor de las encuestas para llegar de nuevo a la presidencia de Brasil. Mientras el partido de Lula se frotaba las manos, los sectores que ven debacle en su vuelta no estaban cruzados de brazos.
Eso no es cualquier cosa en un país donde las diferencias entre derecha e izquierda no son solo un asunto de semántica. La derecha lleva su saldo de señalados por corrupción y hasta exhibe algún presidente procesado. Pero la izquierda, más reciente en el gobierno, no puede estar más embarrada.
La eterna contradicción en nuestros países tiene una raíz emocional –ya sabemos que somos poca razón y mucha emoción- y se expresa cuando la vindicta pública victimiza a un personaje: puede ser corrupto pero puede perfectamente contar con el favor popular. Ese mismo pueblo lo crucificará después sin miramientos, cuando la luna de miel se evapore, cosa que suele ocurrir a pocos meses de la llegada al poder.
El mismo Lula arengaba así a sus partidarios durante un recorrido por el país, previo a la sentencia: “No van encerrar mis pensamientos, no van a encerrar mis sueños”, proclamó el lunes en un acto ante 5.000 seguidores en Río de Janeiro. “Si no me dejan andar, andaré por vuestras piernas. Si no me dejan hablar, hablaré por vuestras bocas. Si mi corazón deja de latir, latirá en vuestros corazones”. El recurso de apelar con dramatismo a la más profunda emocionalidad del pueblo –funcione a o no- está siempre a la mano de los líderes latinoamericanos. A fin de cuentas, ellos están hechos de la misma pasta.
Lula ya no llegará al poder. Los vientos que soplan preconizan que le esperan años de cárcel, que probablemente pasará en su casa debido a su edad. Pero no es eso lo más sorprendente las últimas horas en Brasil –que, por cierto, nada de sorprendente tiene enjuiciar y condenar a un presidente por estos lados- sino otros ingredientes que se han agregado a la ya explosiva crisis institucional.
La reaparición de los militares en la escena pública, sentando cátedra, presionando a la Justicia y desplegando un tono amenazante en las redes sociales preocupa a más de uno, incluidos aquellos militantes de la defenestración de Lula. El anterior fiscal general de la República, Rodrigo Janot, autor él mismo de una denuncia contra Lula, expresó su preocupación respondiendo al tuit de uno de los generales: “Eso definitivamente no es bueno. Si fuese lo otro 1964 [fecha del último golpe militar] será inaceptable”.
Y es que los uniformados han hecho su entrada en esta historia como elefantes en cristalería haciendo “advertencias” contra la impunidad. Ni les compete, ni les corresponde, ni les atañe. El jefe de las fuerzas armadas, coreado de inmediato por otros tres generales, no dejaban lugar a dudas de su injerencia en un asunto público delicado y fuera de su jurisdicción. Con ello, la cúpula del Ejército se alistó de lleno en la campaña de presiones al Supremo Tribunal Federal (STF) con vistas a la decisión que tomó hace pocas horas y que decidió la suerte de Lula. Si bien es cierto que las presiones llegaban de ambos bandos, no lo es menos que el sector militar es un peso –pesado en este capítulo.
El Ejército brasileño ya había venido en los últimos meses dando muestras de su interés por entrar sin disimulos en el debate político, cada vez más caldeado en el país, ante la pasividad del Gobierno de centro derecha del presidente Michel Temer. Esta situación provocó una inmediata reacción en las redes sociales a favor y en contra pero, ante todo, evocó los temores que anida el subconsciente colectivo a las palabras “golpe” y “dictadura” que gravitan sobre el pueblo brasileño de manera atávica.
En estas refriegas, los argumentos –alejados de las estrictas consideraciones jurídicas- terminan siendo políticos. Los seguidores de Lula aseguran que encarcelarlo es como poner tras las rejas a “la esencia” del mismísimo pueblo brasilero; para sus adversarios, dejar a Lula libre sería como acabar con la democracia.
En medio de un ambiente tenso y agitado, miles de personas salieron a las calles de Sao Pablo y otras ciudades de Brasil a pedir la prisión de Lula da Silva. Y otros tantos a favor del ex presidente. En ese cuadro, la corte suprema de Brasil rechazó un recurso del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva para apelar en libertad ante las máximas instancias judiciales. El Supremo Tribunal Federal (STF) adoptó esa decisión por una estrecha mayoría de 6 votos a 5 en la madrugada del jueves, tras más de 10 horas de debates. Una condena a 12 años y un mes de cárcel por corrupción pasiva y lavado de dinero. Según juristas, Lula podría ser arrestado la semana próxima, cuando el tribunal de segunda instancia que lo condenó en enero analice las últimas objeciones de su defensa.
Lula fue hallado culpable por dos tribunales y, de acuerdo con una jurisprudencia dictada por la propia Corte Suprema en 2016 y reflejada en la ajustada votación, produjo una sentencia ratificada en segunda instancia que permite el inicio de la ejecución de la pena. En las últimas horas se añadió un nuevo capítulo y fue la decisión del juez federal Sergio Moro de dar plazo hasta la tarde de este viernes para que Lula se entregue.
Siempre es auspicioso constatar que la Justicia funciona y que quien ha cometido delito, sin importar su condición o posición, es condenado y paga por ellos. Lo sería aún más si esas decisiones no se vieran opacadas por los claroscuros de nuestra intrincada dinámica política.