¿Cómo reconciliar el deber de representar celosamente a los clientes con el de amar a los enemigos?
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Mi nombre es Terry. Soy abogado, socio de un gran bufete de abogados. Mi trabajo me lleva por todo Estados Unidos, argumentando casos en los tribunales.
A veces hablo sólo a los jueces. Otras veces, tanto con jueces como con jurados formados por entre 6 y 12 ciudadanos. Por lo general represento a grandes empresas que son acusadas de algún tipo de delito. He hecho este trabajo durante casi 20 años.
Nuestro sistema de justicia en los Estados Unidos puede ser muy antagónico, de confrontación y estar lleno de conflictos. Nuestros tribunales se supone que son como los crisoles que puedes encontrar en un laboratorio.
Nosotros ponemos en ese crisol las pruebas, y se prueban con fuego. La idea es que todo excepto la verdad se queme en el proceso.
Es una buena idea, y muchas veces funciona. Pero con demasiada frecuencia, el fuego se vuelve más importante para los abogados que la verdad.
Atacamos y cortamos y quemamos las pruebas de la otra parte. A veces, no nos contentamos simplemente con atacar sus pruebas. Atacamos a la persona, a la otra parte, a sus testigos e incluso a sus abogados.
Y respondemos de manera agresiva a cada ataque. Los ataques de este tipo a menudo se vuelven muy personales.
Los abogados establecen su reputación usando el fuego de esta manera. Con el fuego nos ganamos nuestro sueldo, lo que justifica nuestros honorarios a nuestros clientes existentes y atrae a nuevos clientes.
Es el fuego lo que hace famosos a los abogados. Un abogado que pierde un caso rara vez es elogiado cuando la verdad sobrevive a su fuego.
Después de tomar la cruz como miembro laico de la Comunidad del Cordero, pronto me pregunté si era posible ser a la vez un buen abogado y un buen cordero.
¿Cómo iba a reconciliar mi deber de representar celosamente a mis clientes con mi deber de amar a mis enemigos? ¿Puede un abogado ser generoso e indulgente con su oponente y seguir buscando justicia para su cliente?
Esta pregunta se enfocó más claramente para mí hace seis meses. Estaba preparando a un cliente importante para dar testimonio bajo juramento. Mi cliente es un hombre bueno, brillante y muy simpático.
Pero yo estaba preocupado por cómo iba a sobrellevar el interrogatorio. El abogado que esperábamos que interrogara a mi cliente tiene fama de ser muy hostil, brutal y agresivo.
Tenía miedo de cómo mi cliente podría responder a estas tácticas. De no hacerlo bien, se reflejaría en una mala imagen para los dos.
Después de terminar la reunión con mi cliente, me quedé despierto hasta muy tarde en la noche preparándome para una batalla por la mañana.
Al día siguiente, nos sorprendió que una abogada menos capaz y con menos experiencia apareciera para interrogar a mi cliente. Esta abogada era áspera, pero no muy hábil. Se hizo evidente muy rápidamente que no era una amenaza.
Pero en lugar de tranquilizarme y relajarme, la presencia de esta mujer sólo me envalentonó. Yo me había preparado toda la noche para una batalla, así que luché. Me abalancé sobre ella en cada error, y utilicé mucha más fuerza de la necesaria para derrotarla.
No fui un cordero con esa mujer. Fui un lobo.
Mi cliente estaba muy contento cuando se terminó el interrogatorio. Las cosas habían salido bien. Pero me sentí muy mal por dentro.
Yo había jugado totalmente dentro de las reglas. Nadie podría leer la transcripción escrita y llegar a la conclusión de que había sido injusto de ninguna manera. Pero había tratado a mi oponente como un enemigo.
No había visto a Cristo en ella. Y estoy seguro de que no le había mostrado a Cristo viviendo en mí. Había fallado en mi llamado a vivir como un cordero.
Poco después, le confesé este fallo a mi director espiritual, y busqué su dirección. También oré acerca de esta experiencia, y pedí a Jesús que me enseñara a ser cordero y abogado a la vez.
Poco tiempo después, se me pidió que llevara un caso muy importante. Fue delante de un juez y de un jurado en otra gran ciudad estadounidense.
Este fue un caso difícil, en el que mi cliente fue acusado de hacer un producto que mató a una mujer. Más de 30 millones de dólares estaban en juego. El juicio iba a durar unas tres semanas.
A medida que nos acercábamos a la fecha del juicio, le pedí a mucha gente que rezara por mí, incluyendo a todos los Hermanitos y Hermanitas del Cordero de Kansas.
Yo mismo seguí rezando, pero no recé por la victoria. Más bien le pedí a Jesús que me hiciera un cordero y me mantuviera como un cordero.
Poco a poco desarrollé un plan para tratar mi caso en el tribunal como cordero. Les haría todas las preguntas y cada argumento en un tono de voz suave, moderado. No iba a gritar, amenazar ni intimidar. Iba a tratar a cada persona de la sala del tribunal como a un amigo, aunque me insultaran o mintieran. Y confiaría en el Señor para que las cosas salieran bien.
No hablé a ninguno de mis colegas sobre mi plan. Pensé que podría asustarlos. Podrían haber considerado que era un enfoque arriesgado y optado por usar a otra persona. Así que mantuve mi plan en mi corazón, y decidí dejar que ellos lo experimentaran durante su desarrollo en la sala del tribunal.
Cada mañana del juicio, me levantaba alrededor de tres horas antes de la hora del trabajo. Usé la mayor parte de ese tiempo para la oración. Oré por todas las cosas por las que normalmente oro: mi familia, la Iglesia, el Santo Padre, los obispos y los sacerdotes, los Hermanitos, Hermanitas y miembros laicos de la Comunidad del Cordero en todo el mundo.
Pero sobre todo oré por mis oponentes y por sus abogados. Oré por su bienestar y prosperidad. Le pedí a Jesús que los bendijera abundantemente. Y le pedí a Él que asegurara que el caso fuera decidido de acuerdo a su voluntad, en lugar de a mis deseos.
Lo que realmente quería era la gracia de ser abogado y cordero.
Era muy extraño orar de esta manera. A veces me asustaba. Tomó una gran cantidad de fuerza de voluntad no pedir por la victoria. Una pérdida, incluso un desempeño débil, podría significar la pérdida de mi cliente, o incluso de mi trabajo.
Muchas personas estaban observando este juicio. La sala estaba llena. Y el juicio fue transmitido a través de internet. Así que no sabía exactamente cuántas personas estaban observando todos mis movimientos.
Pero yo quería entregarme completamente a la Divina Providencia, y confiar completamente en Cristo.
Uso mi cruz cada día, a menudo en la parte exterior de mi ropa. Pero en la corte no se me permitía llevar ningún símbolo religioso. Así que para este caso mantuve mi cruz metida dentro de mi camisa.
Cuando el juicio comenzó, adopté un nuevo ritual. Empecé a tocar la cruz escondida en el pecho cada vez que me levantaba a hablar. Era para recordarme a mí mismo lo que soy.
Una mujer de nuestro equipo de apoyo se preocupó por que yo tocara mi pecho con tanta frecuencia. Le preocupaba que tuviera problemas de salud, y se acercó a mí en un descanso para ver si necesitaba medicación o asistencia. Le aseguré que estaba bien.
Al principio del juicio tenía que interrogar a un testigo muy difícil. Era un capitán de policía, un duro y experimentado testigo que ha testificado cientos de veces en los tribunales.
Estaba seguro de que iba a mentirme y a tratar de evadir mis preguntas. Pero decidí no utilizar ninguna de las tácticas habituales para obligarlo a cooperar.
Comencé mi cuestionamiento con una cálida sonrisa y una broma amistosa. Esto pareció inquietarlo. Esa no era mi intención. Sus ojos se movían por la sala de audiencia y me di cuenta de que no esperaba ser tratado de esa manera.
Al principio dio respuestas veraces directas a mis preguntas. Pero a medida que avanzaba el examen, no podía ayudarse a sí mismo y empezó a discutir conmigo. Empezó a evadirme y a decir cosas que eran falsas. Yo simplemente sonreí y le hice mis preguntas de nuevo.
La verdad parecía derramarse de él. Nunca tuve que deshonrarlo ni avergonzarlo con documentos o previas declaraciones juradas. Era como si hubiera olvidado cómo mentir. Tuve todas las respuestas que necesitaba, sin la fuerza ni la intimidación.
Cuando terminó el interrogatorio volví a mi mesa. Mi compañero que llevó el caso conmigo estaba con los ojos abiertos. Él es más mayor y ha llevado cientos de casos. Es un abogado muy hábil y un católico alejado. “¡Ha sido increíble, nunca he visto nada igual!”, me dijo. “Yo tampoco”, respondí.
Los abogados del otro lado del caso estaban perturbados. Sintieron que algo iba mal. Comenzaron a agitarse y a buscar formas de crear hostilidad y conflicto en la sala del tribunal.
A medida que el proceso avanzaba, llegaron a ser más insultantes y agresivos. Pero continuamos defendiendo el caso de una manera gentil y paciente.
Examinamos a todos los testigos de la misma manera. Sin intimidación, sin comentarios hirientes, sin fuerza. Sólo bondad. Y los resultados que obtuvimos fueron los mismos. El Cordero sacó la verdad a flote.
Parecía que cada pregunta que hacía, cada argumento que decía, eran perfectos. Pero no fue mi propia habilidad lo que produjo estos resultados.
El equipo de soporte que nuestro despacho envió a este juicio tenía muchos católicos alejados. Varios de ellos vinieron a verme durante el juicio. Vieron mi desarrollo de este juicio como una extensión de mi fe y estaban intrigados por ello.
Hablé en privado con ellos sobre mi oración y mi lucha por ser a la vez abogado y cordero.
Este juicio fue durante la Cuaresma, y algunos de ellos se dieron cuenta de que también había seguido las reglas sobre el ayuno y la abstinencia y la asistencia a misa.
Yo no sugerí que hicieran lo mismo. Pero algunos de ellos dieron pequeñas indicaciones, como volver a misa los domingos y abstenerse de comer carne. Pensé que esto era un regalo hermoso, y un recordatorio de Jesús de que simplemente vivir la fe en silencio es un testimonio.
Al final del juicio, cada parte hizo declaraciones finales. Las declaraciones de nuestros oponentes estaban llenas de ira y veneno. Le dijeron al jurado que no debían engañarse con nuestra bondad. Dijeron que nuestro cliente era malo y merecedor de un gran castigo y que no les importara cómo nos habíamos conducido en el tribunal.
Los abogados pidieron al jurado que les otorgaran a sus clientes decenas de millones de dólares.
Nuestra declaración de clausura fue conciliadora. Hablamos con respeto y compasión sobre nuestros oponentes, pero explicando que la ley requería un veredicto a favor de nuestro cliente.
La diferencia entre las dos declaraciones finales fue my profunda. El jurado deliberó durante varias horas antes de volver con un veredicto que fue una gran victoria para nuestro cliente.
Los abogados del otro lado estaban furiosos. Pero extrañamente la familia del otro lado no lo estaba. El marido de la mujer fallecida nos dio a mi compañero y a mí un gran abrazo tras la lectura del veredicto. Tenía lágrimas en los ojos, pero no eran de tristeza.
Sus hijos vinieron a nosotros, uno por uno, y nos dieron las gracias por nuestra amabilidad y decencia. Era como la reconciliación. Sentí una gran alegría en mi corazón.
Espero que todos los casos que trate a partir de ahora hasta mi muerte terminen exactamente de esta manera. Pero creo que siempre va a haber una lucha para ser abogado y cordero a la vez.
Jesús fue muy generoso conmigo en este juicio, premiando mis primeros esfuerzos con buenos resultados. Los primeros pasos de Pedro caminando sobre el agua hacia el Señor tuvieron éxito también. Pero al sentir el viento y ver las olas, se asustó y comenzó a hundirse.
A menudo pienso que cuando Jesús me llame, calmará el viento y las olas, simplemente porque soy lo suficientemente valiente para salir de la barca.
Pero Él no lo hizo por Pedro, su buen amigo. Más bien, le pidió que caminara con él a través de la tormenta, confiando en Él en cada paso.
Por favor, oren por mí, para que mi fe no falle en ninguna de las pruebas de mi vida.