Si mi relación se basa sólo en esta imagen idealizada, no puedo amar al ser de carne y hueso, siempre falible que está frente a mí El arte de la fidelidad es difícil porque pone a todo ser humano -con sus fallos, su finitud y su complejidad- frente a su historia. La infidelidad es ese callejón sin salida en el que se precipita un cónyuge o un religioso cuando su vida ya no es sincera ni auténtica ni atractiva. Una vida que ha perdido su dinámica llena de promesas.
Teóloga moralista, la dominica Véronique Margron acaba de publicar Fidélité – Infidélité. Question vive (Fidelidad-infidelidad. Cuestión viva), en Éditions du Cerf, un vivificante recordatorio de los beneficios de la vida leal frente a la confusión de los deseos y al vacío del discurso del ambiente.
¿De dónde le vino la idea de escribir un libro sobre este tema?
Esta obra surge tras una conferencia pronunciada durante una peregrinación a Lourdes. Entre los asistentes figuraban personas divorciadas, separados, divorciados en nueva unión, o en una situación difícil.
Quise profundizar en estas cuestiones a la vez espirituales y teológicas pero también existenciales, que surgen en la vida a veces conmocionada y complicada de muchos de nosotros.
Usted se refiere a la cuestión del adulterio que va más allá del simple hecho de “engañar”. La ausencia de comunicación es un síntoma, por ejemplo. ¿Dónde comienza el adulterio y qué lleva a él?
El mandamiento “No cometerás adulterio” extraído del Decálogo, colocado en un contexto teológico, evoca por supuesto el hecho de engañar a tu pareja. Pero lo que es interesante es que esta transgresión, esta mentira al compromiso, entraña otra, que es el rechazo a la implicación en el futuro.
Podría ser entonces considerada adúltera una relación que no toma en cuenta su dimensión futura. La responsabilidad común de los esposos exige preocuparse por el futuro juntos y no sólo del placer del tiempo presente. No proyectarse adelante tiene como consecuencia arruinar el consentimiento y retomar la palabra dada.
Cuando una pareja se pregunta sobre lo que puede soportar en un momento dado de su historia, debe intentar tomar en consideración la amplitud de lo que está en juego.
No se trata sólo, como se dice prosaicamente y de manera desenfadada de “un corte al contrato matrimonial”. Se juega otra cosa aquí: es el sentido del verdadero compromiso del uno con el otro que compromete el cuerpo y la palabra.
¿De aquí “la importancia de ser consciente”: hacer elecciones claras en lugar de caprichos?
Sí, para mí hay una gravedad de la carne, no en el sentido trágico sino porque la carne siempre compromete más de lo que se ve. La carne no es sólo el deseo sexual, es toda una historia. Nuestra piel simbólicamente explica nuestra historia a cada uno, la lleva gravada en ella.
Por eso lo que afecta al cuerpo, en el ámbito de la sexualidad, del deseo, del don, pone en juego más que una transgresión simplemente de hecho y sexual. Lo que afecta al cuerpo nos compromete y participa de la historia que escribimos con el otro.
Usted insiste mucho en nuestra condición humana: esas relaciones necesarias entre seres de carne y no puros espíritus idealizados. Recuerda que hay que aceptar la debilidad. ¿Hasta qué punto la idealización de uno mismo y del otro nos hacen correr el riesgo de la infidelidad?
La idealización presenta un riesgo de infidelidad porque el ser de carne con quien yo vivo, incluso en una comunidad religiosa, no corresponde al ideal que me he hecho. Si mi relación se basa sólo en esta imagen idealizada, no puedo amar al ser de carne y hueso, siempre falible que está frente a mí y que araña la imagen idealizada que me he hecho de él.
Aquí sería oportuna una breve mirada a la Princesa de Clèves: esta mujer que personifica el “deber” hizo profundamente desgraciado al duque de Nemours, quien no amaba tanto el ser idealizado que ella interpretaba sino al ser de carne que se vislumbraba debajo.
Una vez viuda, nada se oponía ya a su unión, pero ella continuó sin embargo rechazándole en nombre de la fidelidad a esa imagen idealizada de “buena esposa”. Esta “fidelidad radical” tiene algo de “infidelidad a lo real” que la impedía amar a su pretendiente e incluso a su propio marido.
Usted dedica un amplio espacio a la libertad en la función de que desempeña en la fidelidad. Actualmente numerosas causas de nulidad de matrimonio, incluso católicas, se basan en la inmadurez, la falta de libertad o de conocimiento de uno mismo. ¿Qué opina?
Para la Iglesia, y esto ha sido una inmensa aportación a nuestra sociedad, el compromiso en el matrimonio -como en la vida religiosa- sólo se concibe libre. La libertad de consentimiento es una condición sine qua non para la realización del sacramento del matrimonio. Sin consentimiento no hay sacramento.
La libertad del consentimiento debe poderse evaluar: conocimiento de las consecuencias del matrimonio, suficiente conocimiento de sí mismo y del otro, lugar de la fe al casarse ante Dios y en la Iglesia, etcétera. El consentimiento exige por tanto una capacidad de sopesar la libertad.
Sin embargo, sería presuntuoso para cualquiera de nosotros decir que nuestras elecciones han sido totalmente libres, como un cielo sin nubes. Estamos marcados por una historia, una educación, condicionantes o por nuestro inconsciente. Pero todo ello no impide la libertad.
La libertad se ejerce, se evalúa, en el corazón de lo que vivimos y no en el exterior. En los procesos de nulidad de matrimonio, la Iglesia busca siempre la realidad de esta libertad que caracteriza el sacramento.
Usted da un criterio de discernimiento de la fidelidad: lo que hace vivo y deseoso. ¿Es lo principal?
Sí, eso es fundamental. La fidelidad es una virtud y la vida virtuosa nos ayuda a amar, a creer, a esperar, a ser felices. La virtud no es la obstinación. La vida virtuosa se equivoca de finalidad si persigue la fidelidad por sí misma y no la verdad del vínculo con el otro.
Como decía el filósofo Vladimir Jankélévitch en su Tratado de las virtudes, “la fidelidad a la estupidez no es otra cosa que una estupidez más”. La fidelidad es virtuosa en la medida en que sostiene un vínculo que hace vivir, es una dinámica en la que uno entraña al otro y lo consolida y recíprocamente.
Sigamos con Jankélévitch: “Lo importante es ser fiel a lo que se ama, y fiel por amor, no por fuerza o ascetismo”. ¿En qué sentido hay que entenderlo?
En la vida siempre hay límites y una ascesis muy necesaria. Pero es imposible amar y ser fiel en el tiempo sólo por fuerza o ascesis. El riesgo es amar menos a los seres de carne que el esfuerzo, afirmando una voluntad todopoderosa: no desviarse de su línea ni un centímetro a pesar de problemas, tragedias. Esta fuerza de la voluntad puede parecer magnífica, pero implica ante todo de una voluntad de poder.
Un sacrificio en apariencia pero que no lo es…
Sí, una manera de mostrar a dónde llega su capacidad de dominio. Como las personas que dicen: “Sé que toda mi vida seré fiel”. Por mi parte, espero ser fiel, vacío de mis “infidelidades ordinarias”, en busca de Cristo -el único verdaderamente fiel sin sombra de duda- en el corazón de la vida que he escogido.
Es mi responsabilidad hacer todo, por el deseo y la voluntad, para permanecer fiel, en las cruces de la vida real. Es la fidelidad la que está al servicio del amor y no el amor el que está al servicio de la fidelidad.
El compromiso de una pareja es ante todo construir un futuro común, hacer todo para que el amor atraviese el tiempo. La fidelidad está ahí al servicio de este proyecto, y no el proyecto al servicio de la fidelidad.
Entre ser fiel a uno mismo y fiel al otro, ¿cómo encontrar el justo equilibrio?
La fidelidad a uno mismo, a lo que creo justo para mi vida, se articula con la sociedad en la que vivo, en una conversación constante. No se construye una torre de marfil para decirse un día: “Ahora ya soy bastante fuerte, puedo volverme al exterior”. Es la simbología de la piel, que protege nuestro interior y nos pone en contacto con el exterior. No puedes separar uno del otro; si no, dejarías de respirar.