Cuando estamos en una situación difícil necesitamos escuchar más que hablarSócrates, el sabio filósofo griego, decía que la elocuencia es, muchas veces, una manera de exaltar falsamente lo que es pequeño y disminuir lo que, de hecho, es grande.
La palabra puede ser mal usada, enmascarada y emplearse para el disimulo. Es por eso que los sabios siempre han enseñado que sólo debemos hablar “cuando nuestras palabras sean más valiosas que nuestro silencio”.
La razón es simple: nuestras palabras tienen poder para construir o para destruir. Éstas pueden generar paz, concordia, comodidad, consuelo, pero también pueden generar odio, resentimiento, angustia, tristeza y mucho más.
“Hasta al necio, si calla, se le tiene por sabio, por inteligente, si cierra los labios” (Pr 17, 28).
El silencio es valioso, y cuando estamos en una situación difícil necesitamos escuchar más que hablar, pensar más que actuar, meditar más que correr.
Tanto la palabra como el silencio revelan nuestro ser, nuestra alma, aquello que está dentro de nosotros.
Jesús dijo que “de lo que rebosa el corazón habla su boca” (Lc 6, 45).
Basta conversar durante algunos minutos con una persona para conocer su interior revelado por sus palabras; de ahí la importancia de saber escuchar al otro con paciencia para poder conocer de verdad su alma. Sin ello, corremos el riesgo de etiquetar rápidamente a la persona con adjetivos negativos.
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Sabemos que las palabras son más poderosas que los cañones; estas provocan revoluciones, conversiones y muchos otros cambios.
La Biblia, muchas veces, llama nuestra atención sobre la fuerza de nuestras palabras. “El hombre halla alegría en la respuesta de su boca; una palabra a tiempo, ¡qué cosa más buena!” (Pr 15, 23).
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Es necesario aprender que cuando nos equivocamos por nuestras palabras, cuando éstas hieren injustamente al hermano, tenemos que tener el valor sagrado de ir hasta él y pedirle perdón.
Jesús dice que seremos juzgados por nuestras palabras:
“Os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres darán cuenta en el día del Juicio. Porque por tus palabras serás declarado justo y por tus palabras serás condenado”. (Mt 12, 36-37).
Nuestras palabras deben ser “buenas”, es decir, siempre generar bienestar, la edificación del alma, el consuelo del corazón; la corrección necesaria con caridad. Si no fuera así, es mejor callar.
San Pablo tiene una enseñanza concreta sobre cuándo y cómo usar la belleza de ese don que Dios nos dio que es la palabra:
“No salga de vuestra boca palabra dañina, sino la que sea conveniente para edificar según la necesidad y hacer el bien a los que os escuchen” (Ef 4, 29).
Nos equivocamos mucho con nuestras palabras, pero ¿por qué?
En primer lugar porque somos orgullosos, queremos enseguida “tener la palabra” frente a los demás; mal interpretamos el problema o el asunto y queremos dar “nuestra opinión”, que muchas veces es vacía, insensata, porque es inmadura, irreflexiva.
Otras veces, nos equivocamos porque hablamos con “la sangre caliente”; cuando el alma está agitada. En ese momento, la grandeza del alma consiste en callar, en contener la furia, en dominar el ego herido y buscar fortaleza en el silencio.
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Habla con sinceridad, reacciona con sentido común, sin exaltación y sin rabia, y expresa tu opinión con cautela, después de haber entendido bien lo que está en discusión.
Muchas veces, en los debates, nos cansamos de ver a mucha gente hablando y poca dispuesta a escuchar.
Los grandes hombres son quienes abren la boca cuando los demás ya no tienen nada más que decir. Pero para eso, es necesario ejercitar la voluntad; se necesita la gracia de Dios porque nuestra naturaleza por sí sola no se contiene.
Dios nos habla en el silencio, cuando la agitación del alma ha terminado; cundo la brisa suave ha sustituido a la tempestad; cuando Su palabra cala hondo en nuestra alma; porque “es eficaz y capaz de escrutar los pensamientos de nuestro corazón” (cf Heb 4,12).
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