San Agustín dijo que las lágrimas de su madre frente al Sagrario eran como “la sangre de su corazón destilado en lágrimas en sus ojos”
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Santa Mónica es el ejemplo claro del poder de la oración de las madres por los hijos. Ella nació en Tagaste (África), en 331, de familia cristiana.
Muy joven, fue dada en matrimonio a un hombre pagano llamado Patricio, de quien tuvo varios hijos, entre ellos Agustín, cuya conversión alcanzó de la misericordia divina con muchas lágrimas y oraciones. Es un modelo perfecto de madre cristiana. Murió en Ostia (Italia) en 387.
Dios estableció una ley: necesitamos pedir la gracia necesaria en nuestra vida, para ser asistidos.
Jesús fue enfático: “También les aseguro: pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá. Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abre” (Lc 11, 9-10). Quien no pide no recibe.
Jesús dijo eso después de contar ese caso del vecino que llamó a la puerta de la casa de otro para pedir un poco de pan a medianoche, porque había recibido una visita y estaba sin pan. Como el otro no quiso atenderlo, Jesús dijo:
“Yo les aseguro que aunque él no se levante para dárselos por ser su amigo, se levantará al menos a causa de su insistencia y le dará todo lo necesario” (Lc 11, 8).
Ahora bien, ¿qué es lo que nos está queriendo enseñar Jesús con eso?
Que debemos hacer lo mismo con Dios. Importunarlo. Pero, ¿por qué Dios hace eso? Es para saber si de hecho confiamos en Él, si tenemos fe de verdad, como aquella mujer cananea, que no era judía, pero que pidió con insistencia que curara a su hijo endemoniado (Mt 15,22).
Si la gente pide una vez o dos, y no recibe, y no pide más, es porque no confía en Él.
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San Agustín enseñó lo siguiente:
“Dios no nos mandaría pedir, si no nos quisiera oír. La oración es una llave que nos abre las puertas del cielo. Cuando veas que tu oración no se apartó de ti, puedes estar seguro que la misericordia tampoco se alejó de ti. Los grandes dones exigen un gran deseo puesto que todo lo que se alcanza con facilidad no se aprecia tanto como lo que se desea durante mucho tiempo. Dios no quiere darte enseguida lo que pides, para que aprendas a desear con gran deseo”.
Nadie como él entiende la fuerza de la oración de una madre por su hijo; pues durante veinte años su madre, santa Mónica, rezó por su conversión, y lo consiguió. Él mismo cuenta eso en su libro Confesiones.
Él dijo que su madre iba tres veces al día frente al Sagrario en Hipona, y le pedía a Jesús que su Agustín se volviera “un buen cristiano”.
Era todo lo que ella quería. No pedía que él fuera un día sacerdote, obispo, santo, doctor de la Iglesia y uno de los mayores teólogos y filósofos de todos los tiempos.
Pero Dios quería darle más. Quería de Agustín ese gigante de la Iglesia, entonces, ella necesitaba rezar más tiempo y sin desanimarse.
Y santa Mónica no se desanimó, por eso tenemos hoy a ese gigante de la fe.
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Me pongo a pensar si ella hubiera parado de rezar después de 19 años… No se habría convertido su hijo. Y nosotros no tendríamos el Doctor de la Gracia.
Cuando Agustín dejó África del Norte, y se fue como orador oficial del emperador romano, en Milán, ella fue tras él. Tomó el barco, atravesó el Mediterráneo, y fue a rezar por su hijo.
Un día fue a visitar al obispo de Milán y con lágrimas le dijo que no sabía qué más hacer por la conversión de su Agustín, a quien el obispo conocía bien por su fama.
Simplemente el obispo le respondió: “Hija mía, es imposible que Dios no convierta al hijo de tantas lágrimas”.
Y sucedió.
San Agustín, al oír las predicaciones de san Ambrosio, obispo de Milán, se convirtió; fue bautizado por él, y luego fue ordenado sacerdote, escogido como obispo, y uno de los mayores santos de la Iglesia. Todo porque aquella madre no se cansó de rezar por la conversión de su hijo…¡veinte años!
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San Agustín dice en las Confesiones que las lágrimas de su madre frente al Señor en el Sagrario, eran como “la sangre de su corazón destilado en lágrimas en sus ojos”. ¡Qué belleza! ¡Qué fe!
Es exactamente lo que la Iglesia enseña: que nuestra oración debe ser humilde, confiada y perseverante.
Humilde como la del publicano que se daba golpes de pecho y pedía perdón frente al fariseo orgulloso; confiada como la de la madre cananea y perseverante como la de la madre Mónica. Dios no resiste a las lágrimas y las oraciones de una madre que reza así.
San Agustín resume con estas palabras la vida de su madre: “Cuidó de todos los que vivíamos juntos después de bautizados, como si fuera la madre de todos; y nos sirvió como si fuera la hija de cada uno de nosotros”.
El ejemplo de santa Mónica quedó grabado de tal manera en la mente de san Agustín que, años más tarde, ciertamente acordándose de su madre, exhortaba: “Buscad con todo cuidado la salvación de los de vuestra casa”.
Ya se dijo de santa Mónica que fue dos veces madre de Agustín, porque no sólo lo dio a luz, sino que lo rescató para la fe católica y para la vida cristiana.
Así deben ser los padres cristianos: dos veces progenitores de sus hijos, en su vida natural y en su vida en Cristo.
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