Acoger al otro no significa aceptar sus creencias, sino aceptarle en su humanidadTe vas a diluir. Te van a comer el coco. No les interesa lo que tú eres sino convencerte de que su religión es mejor. Son algunos de los tópicos que oigo cada vez que me dispongo a participar en algún encuentro interreligioso.
Pero en realidad lo mejor de la experiencia es la misma experiencia: sentarse al lado de una monja budista, mirarla, ver que te sonríe, que no habla inglés pero te da la mano y con signos te acoge.
Y te solicita hospitalidad, que no significa comulgar atolondradamente con sus convicciones. Es la esencia de estar con el otro, entrar en sintonía y abrir puertas para que pase el aire.
Esta reciprocidad, que da tanto miedo a muchos creyentes, es urgente. Después de los gestos vendrán las etiquetas, las religiones, las tradiciones, los vestidos, el pensamiento.
Pero lo que precede, la antesala del diálogo, es este gesto de humanidad. Y esto les falta a las religiones: la acogida del otro sin más. Acoger debería ser una de las palabras más usadas entre los creyentes. Y no tolerar, como se suele hacer.
Contundentes han sido las palabras del cardenal de Nigeria John Onaiyekan: “No quiero que nadie me tolere: toleramos lo que no nos gusta”.
Él, viniendo de un contexto musulmán y cristiano no exento de conflictos, ha dejado claro que no se trata de tolerancia sino de “respeto mutuo”.
Respetar no es aceptar tácitamente lo que el otro propugna. Pero sin respeto no hay posibilidad de encuentro. Hablamos demasiado de respeto y respetamos poco.
El mundo ve las religiones como algo nocivo, trasnochado, bélico. Mostrar que esto no es así no se hace sólo con manifiestos o apologías, sino con compasión, escucha. Sintonizar es cuestión de actitud, de fondo y de forma.
Hay muchos católicos miedicas. Miedo a todo: al mundo, al otro, a quien disiente,… La diversidad religiosa no es una amenaza, sino algo que ha sido concebido y que el mismo cristianismo reconoce como voluntad divina.
No resolveremos nosotros el por qué de tanta diversidad: pero existe. Es un dato, para los científicos. Un signo de los tiempos, para los creyentes.
La acogida del otro no es ni fácil ni agradable. Nos falta práctica de la alteridad. No estamos acostumbrados a desayunar con un maestro taoísta, ni sabemos qué preguntar sin ofender a una musulmana de Arabia Saudita.
Porque no se puede sacar el listado de agravios en el minuto cero de conocer a alguien –si pretendemos tender algún puente-.
Hay muchas cuestiones que no entendemos, y el otro también tiene preguntas sobre nosotros, nuestra fe, nuestra tradición, nuestras normas.
Para superar recelos, propiciar encuentros de este tipo debería ser una praxis natural en nuestras realidades locales. La hospitalidad, tan propia de muchas realidades cristianas, a veces se convierte en un eslogan vacío que no se concreta.
El encuentro de Viena, precedido por el Foro Global por el Diálogo del KAICCID (www.kaiciid.org), el King Abdullah Center for Interreligious and Intercultural Dialogue, sirvió como altavoz para dejar claras muchas cosas.
Como que el Islam no promueve la mutilación genital femenina, tal y como lanzó en forma de fatwa el gran muftí de Bosnia, o que no basta la solidaridad ante el secuestro de dos arzobispos en Siria sino pasar a la acción y poner a los gobiernos entre las cuerdas.
Arriesgarse es sano y es vital. La convicción de que “en el otro puedo descubrirme a mí mismo y ver un destello de la imagen de Dios” es fascinante, ha sostenido el rabino Rosen.
Dialogar es un riesgo y un misterio. Vivir ya es un riesgo. La seguridad no puede ser patrimonio de los creyentes. Si pudiéramos dibujar la fe, nos saldría un puente, no un muro.
Seguiré yendo a encuentros interreligiosos aunque algunos lo vean sospechoso, y lo haré evocando a Edith Stein: “¿A dónde nos conduce Dios? No lo sabemos. Sólo sabemos que nos conduce”.