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Reestrenos: ‘El hombre elefante’ , de David Lynch

el hombre elefante David Lynch
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José Ángel Barrueco - publicado el 13/02/25
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Revisamos un clásico de David Lynch sobre la compasión y la crueldad

En su libro autobiográfico Atrapa al pez dorado el cineasta David Lynch (1946 – 2025) cuenta una anécdota que desvela de manera sutil cómo funcionaban su instinto y su estilo creativo ya al inicio de su carrera cinematográfica. Metido en el larguísimo rodaje de Cabeza borradora, que él consideraba su película más espiritual, quería encontrar una clave que aclarase el significado de las secuencias. Dado que no la hallaba, se le ocurrió acudir a las Escrituras.

Cuenta Lynch: “De modo que saqué la Biblia y me puse a leer. Y un día leí una frase. Y cerré la Biblia, porque ya estaba; ya estaba. Y entonces la vi como un todo. Y plasmó la visión que yo tenía, cien por cien”. Sin embargo, en el libro se niega a decir de qué frase se trata. 

Así era el director de Terciopelo azul: intuitivo, misterioso, espiritual, complejo y abierto. David Lynch fue educado en la fe presbiteriana y siempre respetó a la gente religiosa, afirma en dicho texto, aunque él se consagró durante media vida a la meditación trascendental; que, aclara, ni va en contra de la religión ni en contra de nada. 

Tras la inesperada muerte del artista el pasado 15 de enero, poco después de los devastadores incendios de Los Ángeles, ciudad en la que residía y a la que amaba incondicionalmente, se han vuelto a recuperar sus películas en cines y en plataformas de streaming, sirviendo a la vez de homenaje y de oportunidad para que las descubran las nuevas generaciones. Su filmografía es breve pero muy sólida. 

el hombre elefante David Lynch

Para muchos, principalmente los que fueron niños en los 80, la película con la que lo descubrieron, los marcó desde entonces y para siempre: The Elephant Man, es decir “El hombre elefante”. Si uno la revisa en estos días comprobará que es uno de los largometrajes que mejor han retratado la condición humana en dos aspectos tan contrarios como la crueldad y la misericordia. Es un filme que va desgarrando poco a poco el corazón del espectador.

Y, para quien no lo sepa, se basa en la historia real de John Merrick (John Hurt, irreconocible bajo kilos de maquillaje), quien desde niño padeció una enfermedad degenerativa que le ocasionaría diversos trastornos físicos: tumores papilares, escoliosis e hipertrofia, deformación de los huesos, crecimiento excesivo de la piel y otras malformaciones. Él creía un elefante había pisado a su madre durante el embarazo, causando estos estropicios al feto.  

Cuando comienza el filme, Merrick ya vive preso de Bytes (Freddie Jones), un despiadado feriante que lo exhibe como atracción de feria en un circo de anomalías. Allí lo encuentra el doctor Frederick Treves (Anthony Hopkins), quien conseguirá rescatarlo de las garras del charlatán ambulante para darle una vida digna, sin espectadores que se rían de sus deformidades.

Es en una habitación de hospital donde Merrick se descubrirá a sí mismo, verá que es capaz de despertar cariño y piedad en otras personas (tras muchos años sometido a palos y a burlas), se convertirá en un caballero bien vestido de modales exquisitos y mostrará a todos sus visitantes el retrato de su madre, que lleva siempre consigo. 

John Merrick y la fe: la cruz, el salmo 23 y la catedral

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En esa habitación, además, Merrick empezará a desarrollar una visión artística. Desde su ventana puede ver una catedral y ésta y la cruz se convierten en su obsesión, y creará dibujos y una maqueta de cartón para reproducirlas. La auténtica maqueta se exhibe hoy en el museo del Royal London Hospital de Londres. Pero los últimos años de Merrick no fueron solo de sosiego: uno de los guardianes llevaba gente por la noche, previo pago, para que las mujeres se horrorizaran al verlo y los hombres se rieran de su condición. Una de las escenas, en la que camina por la calle y la multitud empieza a acosarle, nos demuestra hasta qué extremos de crueldad puede llegar el ser humano cuando se deja llevar por la masa. 

Lynch rodó la película en blanco y negro, con una música conmovedora de John Morris, con producción del cómico Mel Brooks y el “Adagio for Strings” sonando en las escenas finales, de tal modo que, aunque data de 1980, parece un filme producido en los años 40 o 50: tal es su poder y su clasicismo. 

Su director logró transmitirnos la gratitud (recordemos las palabras que Merrick le dice a Trevers: “Amigo mío, soy feliz cada hora del día. Me siento colmado, porque sé que alguien me quiere. Me he encontrado a mí mismo”), la culpa (ese momento en el que el doctor cree que él también está exhibiéndolo, aunque sea ante médicos y especialistas), la crueldad (ese niño que le grita en la calle: “¿Por qué tiene una cabeza tan grande? ¡Su cabeza es enorme! ¿Por qué tiene una cabeza tan grande?”), la comprensión del prójimo (la frase de John: “La gente se asusta de lo que no comprende”), la misericordia (los continuos esfuerzos del doctor para darle una vida decente, y su insistencia en cómo deben comportarse ante él: “Tenemos que ser amables y pacientes”) y la fe (Merrick recita un salmo de La Biblia y revela que antaño solía leerla a diario), entre otros temas.

Es una de las mejores películas sobre cómo el monstruo, a veces, son los demás, y cómo alguien físicamente roto puede darnos una lección de humanidad. 

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