Jesús nos ama con un Corazón de carne. El Señor posee, tras su pecho traspasado, un Corazón humano-divino.
Y sus sentimientos de amor tienen ese tenor: nos ama con afectos humanos y divinos en una medida que solo es posible en Dios.
En este mes de junio, mes del Sagrado Corazón, recordemos que Jesús nos ama apasionadamente hasta dar la vida por nosotros y luego, tras la Institución de la Eucaristía, se queda con nosotros hasta el fin de los tiempos en la Eucaristía, en el Sagrario.
Ese es el amor de Dios, inerme, paciente, entregado, expuesto a nuestra frialdad.
¿Y cómo le amamos y le correspondemos muchos de nosotros? ¿Lo amamos con el corazón, con un corazón puro? o
¿O más bien nuestro amor es metódico y calculado, incluso a veces incrédulo e indiferente?
Cuál es nuestra respuesta a ese amor desmesurado: “Hasta aquí sí. Desde aquí no. Esto es imposible, Señor, sería excederme”.
Su amor no es así: está lleno no solo de la grandeza de Dios, sino que además está colmado de sencillez, de ternura, de humildad, de paciencia, e, insistamos, de perdón.
¡Y no lo sabemos apreciar!
A veces nos espera tras la puerta de casa, aterido de frío. Otras veces, es un amor mendicante, que busca la unión, nuestro abrazo, una mirada, un detalle, un consuelo, reparación para su Corazón herido por nuestras traiciones.
Y a menudo le respondemos con indiferencia.
En 1675, durante la octava del Corpus Christi, Jesús se le manifestó con el Corazón abierto, y señalando con la mano su Corazón, exclamó:
Dios nos pide que le amemos por encima de todo, con todas nuestras fuerzas, con todo nuestro corazón, con toda nuestra mente.
¡Es el primer y mayor mandamiento del Decálogo!
Y no de un modo mesurado y contenido sino con un corazón de carne como leemos en Ezequiel, 36,26:
Sin embargo, no acabamos de entrar en las verdades de este amor infinito de nuestro Dios y consecuentemente no acabamos de creérnoslo.
Incluso diría que hay muy buenos cristianos que cuando se entra en este capítulo no suelen entender casi nada y al oír hablar de este amor encendido, sufriente, lleno de fuego que Cristo nos dirige se encogen de hombros.
Consideran que estas expansiones amorosas son una forma poética de expresarse.
Y acaban diciendo algo que, si se queda ahí, puede ser un paso hacia una piedad muy limitada: “Es que yo soy muy racional”.
Es bueno ser racional y amar inteligentemente. Y reflexionar y ser prudente y formarse y tener una teología muy afinada para ser un buen apóstol.
Pero también es preciso, paralelamente, sin abandonar la racionalidad, caminar tras los pasos del Amado, contemplativamente, hasta lograr enamorarse del Señor. Y acabar cantando con el Salmo 41 (42):
Sin hacer cosas raras, pero siempre buscando la unión cada vez más esencial con Jesús porque sencillamente queremos complacer al Amado.
Sí, como una esposa que le ofrece toda la belleza de que es capaz a su Esposo para encandilarlo, tal como leemos en el Cantar de los Cantares, uno de los libros del Antiguo Testamento.
Algunos responderán que lo prioritario es contar con una ordenada vida ascética. Pero la vida ascética no es incompatible con la vida mística. Una vida mística que anda en silencio, pero encendida, en quietud, pero ardiente.
Es más, la vida ascética será la condición de posibilidad para que, sin dejarnos atrapar por el mundo, también sin perder el mundo de vista, logremos saltar hasta los brazos del Señor, en la Cruz, para ofrecerle nuestros dolores y compartir con Él, sin tonterías, la misma Cruz.
Entonces mi dolor cobra sentido cuando es un dolor ofrecido a Aquel al que amo con locura.
“¿Locura? Yo soy muy cuerdo”. Sí claro, pero el lenguaje del amor habla de la locura en la cordura.
No fue una monja, ni vivió una vida retirada, opciones de vida por otra parte muy recomendables para quienes tienen esa vocación.
Es más, fue enfermera y escribió obras de teatro edificantes y algunas de ellas contaron con ella como actriz.
Y de esta forma viajó, con su arte, por Europa y América, llevando una existencia tranquila y a la vez llena de aventura.
En 1936 comenzó a transcribir sus diálogos directos con el Señor en unas revelaciones privadas que, a mi modo de ver, nos explican con gran delicadeza cómo es el amor del Jesús por nosotros.
Una experiencia mística que vivió durante años hasta su muerte. Una muerte a la que llegó tras muchos dolores, todos ellos ofrecidos al Señor.
El Señor se le acercó y entabló una relación muy estrecha con ella, en coloquios directos, íntimos, que se convirtieron, con los años, en un libro llamado Él y yo.
Pero la pregunta es: ¿cómo le habla el Señor a Gabriela Bossis? Pues con la sencillez y la hondura que nace en su Sagrado Corazón:
Dejemos que el mismo Señor se exprese describiendo cómo debe ser nuestro amor y cómo es su Amor delicado:
Juan es el discípulo amado, el que ausculta directamente el Sagrado Corazón apoyado en el pecho del Señor en la Santa Cena.
Juan es quien testifica cómo la lanza del soldado Longinos atraviesa el costado de Jesús crucificado para herir su Corazón. A él se refiere el Señor en este último texto del libro de Gabriela Bossis: Él y yo.
Y el contenido de este mensaje es muy claro: el Señor nos da amor a raudales y también nos pide incesantemente nuestro amor rendido.
Nos pide que le consolemos, que le acompañemos, que reparemos por los dolores que padece su Corazón con la máxima ternura: