El testimonio de una mujer española que desvela el lado oculto de la santería y los cultos sincretistas afroamericanos“Dicen que la realidad supera la ficción. Absolutamente de acuerdo”. Son palabras de Ángeles, una mujer española, al descubrir a su hija de 8 años aterrorizada por los ritos de santería de su padre y ver lo que ha sucedido en su vida reciente, afectada por la santería.
Lo que algunos defienden como una creencia tan válida como cualquier otra, en este testimonio la santería –un culto sincretista afroamericano– aparece retratada en su verdadera dimensión de miedo y dependencia.
La historia que cuenta se desarrolla en las Islas Canarias, un espacio de gran diversidad cultural, “lugar de emigrantes en su día y de inmigrantes hoy, donde todos son bien recibidos. Pero no todo vale”, afirma tajante, con una reserva frente al relativismo, por propia experiencia.
Ángeles forma una familia monoparental con su hija Lucía. “Hace algo más de un año y medio, cuando ella tenía 8 años, comenzó a mostrar pequeños cambios en su carácter. Tan pequeños que pasaron por alto ante mí. Pequeños temores a la hora de volver de un fin de semana cuando estaba con su padre, diminutas actitudes cambiantes… que no supe percibir”.
Señal de alarma: unas pulseras
“Un día llegó a casa y lo primero que hizo fue mostrarme sus nuevas pulseras… tenía dos pulseras que yo interpreté como una actividad manual”, cuenta Ángeles.
Y recuerda también cómo su hija le dijo: “ésta es la del amor, mami. La tienen también papi y mis hermanos pequeños. Con esta pulsera siempre estaremos unidos”. Era amarilla y verde y nunca se la quitaba.
“Pasaron las semanas y esos cambios de carácter, ese temor, esos pequeños miedos… empezaron a convertirse en terrores nocturnos. Terrores que expresaba diciendo que algún animal le atacaba. Además, su rendimiento en el colegio comenzó a bajar poco a poco”, e incluso dijo alguna vez que “no quería ir con su padre”.
Pero había que cumplir los acuerdos.
Un día, cuando Ángeles paseaba por la calle, se encontró con una joven conocida que le dijo: “¿Puedo hacerte una pregunta?”. “Claro”, contestó ella. “¿Tú qué religión practicas? Quiero decir… ¿en qué crees tú?”.
Ángeles no supo qué responder entonces, aunque en su mente resonó: “en la bondad del ser humano”. ¿A qué venía aquella pregunta de forma repentina?
Enseguida lo supo: “Es que he visto que Lucía lleva una pulsera muy característica. Es una pulsera de la religión yoruba”, le dijo la joven curiosa. “En aquel momento, tras un buen rato debatiendo, con la racionalidad y la lógica que me caracterizan, di por imposible su argumento”.
El miedo inculcado por la santería a una niña
Ahora, al recordar aquel encuentro, se lamenta: “¿Por qué no le hice caso? Habría ahorrado meses de sufrimiento a mi hija”.
Porque lo que sucedió entonces es que Ángeles habló con Lucía “y la niña me negó la mayor. Divagaba y se atascaba hasta el punto del llanto, pero negando la mayor”. Así que dejaron de hablar del tema.
Poco tiempo después, el padre de Lucía avisó de que se iba de viaje un mes y no podría recogerla durante aquel período. El destino era Cuba, pero no eran unas vacaciones corrientes: “fue para convertirse en santero”.
A su vuelta, “mi hija seguía teniendo sus altibajos, pero yo seguía indagando en dirección errónea”.
“El primer día que vi a su padre vestido de blanco impoluto y con sus collares no me bastó”, recuerda Ángeles. Pero “el segundo día creí morir. Había perdido un tiempo precioso para mi hija. Aún hoy me atormento por ello”.
Y es que la primera conversación con Lucía “despejó cualquier duda: afloró ante mí la sorpresa de que yo lo supiera y el miedo por ello”.
“Era la primera vez que veía claramente el miedo en una niña tan pequeña. Ahí la tenía, ante mí, contándome que ya no le hacía falta estudiar porque el espíritu de un señor bueno le acompañaba y le haría aprobar sus exámenes, contándome que no me preocupara por ella, que nunca se iba a poner malita porque los espíritus la cuidaban y la sanaban y un sin fin de ideas y convicciones falsas que se cumplirían si jamás se quitaba la pulsera”, relata.
Su hija insistía en que “ya lo malo había pasado. Pero esta conversación estuvo acompañada de un tira y afloja que la llevaba a acurrucarse en un lado del sillón para llorar una y otra vez”.
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Del miedo a la búsqueda de ayuda
Ángeles comenzó a buscar la ayuda que necesitaban. “Navego entre decenas de páginas durante un par de días a la par que intento hablar con ella y voy obteniendo datos. Ya comienza a manifestar que lo ha pasado mal, que las ceremonias a las que fue sometida le daban miedo”.
Entonces encontró los datos de contacto de la asociación española RedUNE, “una asociación que ayuda a las familias a salir de esos círculos y manipulaciones y lucha porque se reconozca el abuso de debilidad como delito”.
Obtuvo respuesta inmediata, y “fue un gran soplo de aire dentro de mí. En unos minutos ya tenía información para ponerme a estudiar y el teléfono de un psicólogo para poder trabajar yo con mi hija”.
Ángeles relata que fueron semanas muy largas, con mucho sufrimiento por parte de la niña, que “comenzó a relatar cómo fueron los rituales a los que asistió y el miedo que pasó”.
Lucía contaba cómo “pidió ayuda en las ceremonias, pero lo único que obtuvo fue un ‘tú no mires, colócate de rodillas en el suelo, agacha la cabeza y cierra los ojos’. Todo un despropósito, y más teniendo en cuenta que allí estaban su padre, su abuela y su tía”.
Y es que en aquellos momentos de gran intensidad ritual –y terror sufrido por la pequeña– “nadie fue capaz de sacarla de una ceremonia en la que colgaron sábanas blancas y toallas para no ser vistos, y en la que la sangre de los animales estaba allí presente, con personas hablando una ‘lengua rara’, como decía mi hija”, explica Ángeles. Una ceremonia “en la que ella no eligió estar”.
Los menores, los más indefensos
Así, madre e hija emprendieron “el largo camino hacia la estabilidad y la libertad”. Ángeles tenía claro que lo fundamental era “reflotar a la niña con el menor sufrimiento posible”.
La abogada que les está ayudando ahora está convencida de que lo que se le ha hecho a Lucía “ataca de lleno a la patria potestad”.
“La pobrecita mía era una montaña rusa de sentimientos y emociones”, afirma Ángeles. “Tocó fondo mostrando su sufrimiento en forma de enfermedades agudas repetitivas, fiebre y síntomas que la pediatra no podía justificar, miedo a salir a la calle para que su padre no la pudiera recoger…”.
En definitiva, sufrió “una situación que nunca debió darse. Era evitable. Su dolor era evitable. Su miedo era evitable. Era una niña destrozada”.
En febrero de 2020, un mes antes del confinamiento por la pandemia, Lucía decidió que no quería volver con su padre, y esto ha continuado hasta hoy.
Durante este tiempo “ha conseguido ir verbalizando poco a poco sus vivencias y su aleccionamiento en la regla de Osha” (una de las principales formas de santería).
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Secreto, oscuridad y sectarismo
De hecho, su madre se sorprende por “la cantidad de información que posee, con pelos y señales. Es sorprendente cómo cuenta que el padrino [persona que dirige el grupo] daba permiso en los quehaceres de su vida diaria: horarios en los que podía salir a la calle, adoraciones a las imágenes de culto, prohibición de ir a la playa, permisos que tenía que solicitar al padrino… y una innumerable lista de acciones cotidianas que se vieron mermadas para ella”.
Ángeles continúa diciendo que “es sorprendente el esfuerzo que se ha hecho con ella para que no contara nada a nadie, bajo la amenaza de que nadie la comprendería y que, si yo me enteraba, la separaría de su lado. Es sorprendente la capacidad de este grupo para hacerse con el control de las personas en un momento de su vida bajo la promesa de que resolverán los problemas de distinta índole que puedan tener. Es sorprendente cómo se borra de un plumazo lo aprendido durante años para pasar a creer en cosas etéreas, sin sentido”.
“¿Hablamos de religión?”, se pregunta Ángeles. Y su respuesta es inmediata: “No lo creo. Hablamos de lo que es: un movimiento basado en la santería y en creencias ancestrales con sus rituales y manipulación de sus adeptos”.
“Hablamos de un grupo coercitivo y, en el caso que nos ocupa, de una secta liderada por un padrino que controla la vida diaria de los suyos. Él decide qué puedes o no puedes hacer”.
“Y no por estar extendido en este lugar debo darlo por válido. No doy por válida ninguna maniobra que coarte la libertad y la integridad. Me niego a ello”.
Y mientras, confiesa esta madre, “sigo culpándome de no haber podido evitar su sufrimiento y me martirizo cada vez que cierro los ojos y la imagino de rodillas con el gallo dando vueltas a la altura de su cuello en presencia de la familia”.
Ángeles ha aprendido que “el ser humano es capaz de resurgir como el ave fénix después de caer… y crece más fuerte y más libre”.
Por eso, concluye así el relato de su historia de sufrimiento: “no puedo estar más orgullosa de mi hija, de su fuerza, de su valentía para luchar y de su fortaleza ante la adversidad”. Toda una superviviente de la santería que ahora cuenta con apenas 10 años de edad.
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