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San Bruno de Colonia, fundador de la Orden de los Cartujos

BRUNO
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Dolors Massot - publicado el 06/10/14
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Amaba el silencio de Chartreuse pero su obediencia al Papa lo llevó a Roma para aconsejarlo y a ayudar en los concilios de su tiempo

San Bruno nació en Colonia (Alemania) hacia el año 1030 y murió el 6 de octubre de 1101.

Según la tradición, pertenecía a la familia de los Hardebüst, una de las principales de la ciudad. Comenzó allí sus estudios y después los prosiguió en Reims (Francia). Se formó en Sagrada Escritura y estudió a fondo a los Padres de la Iglesia. Demostró talento para la filosofía y la poesía.

Regresó a Colonia y fue nombrado canónigo de san Cuniberto. En 1055 fue ordenado sacerdote. Al año siguiente el obispo Gervais le pide que vaya a Reims de nuevo, y un año más tarde dirigirá la escuela episcopal. Además, será ecólatra, es decir, supervisor de las escuelas de la diócesis.

Sufrió la injusticia de un obispo sucesor de Gervais, que era mala persona. Al ser denunciado por Bruno y otras dos personas ante el Papa, se vengó arrasando sus casas. Bruno tuvo que defenderse y en 1080 una sentencia clara del Papa obligó al obispo a retirarse, aunque encontró refugio en el emperador Enrique IV.

Con otros dos compañeros, Bruno decidió apartarse del mundo y llevar vida religiosa. Hicieron votos y fueron a Molesme, donde estaba san Roberto. Pero enseguida vieron que no era esa su vocación. Después de una corta estancia en Sèche-Fontaine, cerca de Molesme, dejó a dos de sus compañeros, Pedro y Lamberto, y fue con otros seis a encontrarse con Hugo de Châteauneuf, obispo de Grenoble.

Hugo los reconoció enseguida y los identificó con los hombres que había visto en un sueño inspirado por Dios. Los llevó a Chartreuse (la Cartuja, cerca de Grenoble), en medio de las montañas. Bruno y su grupo construyeron un monasterio y así quedó fundada la Orden de la Cartuja. Estaban Landuino, Esteban de Bourg y Esteban de Die, canónigos de San Rufo, y Hugo el Capellán, “todos ellos los hombres más sabios de su tiempo”. Además, había dos laicos, Andrés y Guerin, que después serían los primeros hermanos legos.

Vivían especialmente la pobreza, la oración y el estudio.

Entonces fue elegido papa Eudes de Châtillon, discípulo de san Bruno, que tomó el nombre de Urbano II (1088). Llamó a san Bruno a Roma y le pidió consejo en múltiples ocasiones. También le pidió ayuda en la preparación de concilios, siempre de manera muy discreta, y en la reforma del clero.

Tras muchas dificultades para lograrlo, el Papa concedió a san Bruno regresar a la vida de apartamiento en el monasterio. Sin embargo, no le permitió volver al Delfinado sino que le hizo quedar cerca, en la diócesis de Squillace (cerca de Calabria), por si lo necesitaba.

San Bruno entonces construyó allí una pequeña capilla de tablones y cabañas hechas con techo de barro. Roger, Gran Conde de Sicilia y Calabria y tío del Duque de Apulia, lo visitó a él y a sus compañeros  en 1091 y les cedió las tierras que ocupaban. De ahí nació una estrecha amistad, que se plasmaría en algunas visitas de san Bruno a la familia del futuro rey de Sicilia, también llamado Roger como su padre. Igualmente el conde iba a las moradas de los religiosos, hasta el punto de que en 1095 hizo construir el monasterio de san Esteban y una casa de campo donde se alojaba él.

Próximo a su muerte, después de ver fallecer a todos sus amigos, san Bruno hizo una última profesión de fe en la que subrayaba su fe en la Santísima Trinidad y en la presencia real de Cristo en la Eucaristía, con lo que negaba las herejías de su siglo: el triteísmo de Roscelin y la empanación de Berengario.

La fiesta de san Bruno se celebra el 6 de octubre.

San Bruno es patrono de las vocaciones sacerdotales, de los que buscan a Dios en el silencio y de Eslovenia.

Tú, que eres mi Señor,

Tú, cuya voluntad prefiero a la mía.

No me es posible contentarme con palabras

al presentarte mi oración.

Escucha mi grito que te suplica como un inmenso clamor…

Tú, de quien me he constituido siervo:

Te ruego con perseverancia e insistiré en mi ruego,

hasta merecer alcanzar tu favor.

Pues no anhelo un bien de la tierra;

no pido más que lo que debo pedir:

sólo a Ti…

¡Ten piedad de mí!

Y pues inmensa es tu misericordia

y grande mi pecado, ten piedad de mí inmensamente

en proporción a tu misericordia.

Entonces podré cantar tus alabanzas,

contemplándote, Señor.

Te bendeciré con una bendición

que perdurará a lo largo de los siglos;

te alabaré con la alabanza y la contemplación,

en este mundo y en el otro,

como María, de quien nos dice el Evangelio,

que ha escogido la parte mejor.

Amén.

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