Año 1917. Europa está en plena guerra. Tres pastorcitos –Francisco, Jacinta y Lucía— pastorean a su rebaño en Cova da Iria (Ensenada de Irene), a unos 2 kilómetros de Fátima, cuando una “Señora más resplandeciente que el sol” se les aparece, sosteniendo en sus manos un rosario blanco.
Por tres veces, antes de esta primera aparición (de seis en total), un ángel les había advertido de un futuro acontecimiento de gracia divina y les invitó a ofrecer oraciones y sacrificios a modo de reparación por los pecados de los hombres. Una visión que permanecerá grabada en sus corazones y de la que ninguno hablará a nadie, excepto su prima Lucía, aunque más tarde.
¿Quiénes son los dos jóvenes pastores que se convirtieron en los santos más jóvenes no mártires reconocidos por la Iglesia católica? Antes de comenzar miremos sus rostros:
Jacinta y Francisco Martos son dos niños portugueses dedicados al pastoreo que aseguraron haber visto a la Virgen María seis veces en el año 1917 en Cova de Iría.
Ellos recibieron la invitación de la Señora vestida de blanco a ofrecerse como víctimas de reparación y a llegar con ella hasta Dios.
De sus manos maternas vieron salir una luz que los penetró íntimamente, y se sintieron sumergidos en Dios, como cuando una persona -explicaron ellos- se contempla en un espejo.
Más tarde, Francisco explicaba: «Estábamos ardiendo en esa luz que es Dios y no nos quemábamos. ¿Cómo es Dios? No se puede decir. Esto sí que la gente no puede decirlo«.
En las apariciones, Jacinta, con 7 años, podía ver y escuchar a la Virgen, mientras que su hermano Francisco, de 9 años, sólo podía ver. Ambos estaban acompañados por su prima, Lucía, de 10 años.
Estos niños videntes pidieron orar insistentemente por los pecadores y expresaban un deseo permanente de estar junto a Jesús oculto en el Sagrario, destacó el papa Francisco cuando los canonizó en el Santuario de Fátima, donde reposan sus restos.
Sólo al pequeño Francisco, Dios se dio a conocer «muy triste», como decía el niño. Una noche, su padre lo oyó sollozar y le preguntó por qué lloraba; el hijo le respondió: «Pensaba en Jesús, que está muy triste a causa de los pecados que se cometen contra él».
El niño se entregó a una intensa vida espiritual, rezó mucho, se purificó con la renuncia de sus pequeños gustos infantiles y llegó a una unión mística con Jesús a través de su deseo de consolarle y darle alegría.