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¿Cómo acompañar a los niños ante la muerte de un hermanito?

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Africa Studio - Shutterstock

Edifa - publicado el 25/02/21

Mucho después de la muerte de un hermano o hermana, los demás siguen fragilizados. Si no les ayudamos a pasar el bache, corren el riesgo de arrastrar toda la vida el duelo de uno de sus hermanos

Tras la muerte de uno de sus hijos, además de su propio duelo, los padres deben velar por que sus hermanos y hermanas se recuperen del drama vivido.

El funeral: ¿qué lugar conceder a los hermanos y hermanas?

Cuando sucede la muerte de un hijo, surgen una serie de preguntas brutales en lo relativo al funeral: ¿hay que hacer participar a los niños en todo el ritual funerario? Sí, responden los especialistas, para que el trabajo del duelo pueda hacerse. Si no, los niños más pequeños van a imaginar que los padres han enviado al enfermo a algún sitio.

También hay que desconfiar de un vocabulario demasiado púdico. Se dice “Está dormido” y luego llega la sorpresa cuando los niños ya no quieren acostarse. Se dice “Se ha marchado”, “Está en el cielo”… ¡Cuánta confusión y cuánta inquietud genera esto en la mente de los niños pequeños! Cuando los padres se vayan o tomen un avión, ¿quiere decir eso que no volverán jamás, como su hermanito o hermanita?

“Con la muerte de Marie, su hermana Gwen quiso darle un gran ramo de rosas”, cuenta su madre. “Fuimos a compralo y fue ella quien lo depositó junto a su hermana. Hay que hacer participar al niño, darle la oportunidad de expresar lo que tiene en el corazón, dejarle aportar al ataúd los objetos que desee llevar”.

A los padres les corresponde discernir si sus hijos son bastante grandes como para asistir al funeral y al entierro. Por lo general, es aconsejable. Este ritual significa la aceptación de la realidad y coloca el cuerpo físico en un lugar definitivo que podrá ir a visitar luego.

Las exequias tienen, en efecto, una gran importancia en el trabajo del duelo, por lo que quienes se vean excluidos pueden pensar que no ocupan un lugar importante en la familia.

La fe ante la prueba de la muerte

De regreso del funeral, todavía esperan a la familia muchos detalles materiales en medio del torbellino de visitas y llamadas de teléfono. Al cabo de quince días o tres semanas es cuando, de repente, la soledad y la realidad caen sobre las espaldas de todos como una capa de plomo. “De la noche a la mañana, nos encontramos muy solos”, confiesan los hermanos y hermanas de Cécile, fallecida después de una larga enfermedad.

“En la escuela, los demás alumnos se sentían incómodos y no sabían muy bien qué decirnos. Es lo peor de todo, el silencio. Si las personas no nos dicen nada, pensamos que les da igual. Una palabra basta para ser amables”.

Los meses siguientes a la muerte son los más difíciles. Los padres deben cuidarse de no comparar la pena de unos y otros dentro de la familia. “Cada uno tiene su forma de reaccionar entre los hermanos”, constata Elisabeth, la madre de Cécile. “Sylvie, de 17 años, ha sido más discreta, pero ha sufrido tanto como los demás”.

Tampoco hay que sorprenderse si se rebelan: “Nuestros hijos mayores ya no quieren oír hablar de la oración de petición. Pidieron mucho por la curación de su hermana pequeña”, cuenta el padre de Cécile, Christian.

Elisabeth añade: “Nadie ha puesto en duda su fe, pero la fe no impide la indignación. A veces yo me indigno también y digo a los niños que les entiendo, pero intento proponerles lo que me hace sostenerme a mí: la certeza de que Cécile está repleta de felicidad allá donde esté. Siempre hay que terminar con una nota de amor”.

La sensibilidad está al rojo vivo y rebelarnos se corresponde con nuestra parte humana. Es un tránsito normal del que no hay que avergonzarse. Fragilizados por su duelo, los niños son extremadamente reactivos a todo. “Tratamos con convalecientes importantes, no hay que tomarlos con pinzas”, señala Élisabeth. Una agresividad que no es otra cosa que una señal de su sufrimiento. La muerte se ha convertido en parte integrante de su universo y eso les sumerge en la inseguridad.

Para que el hijo difunto siga presente en el corazón, algunas familias lo integran en su oración. “Tenemos la foto de Guilhem en nuestro rincón de oración”, cuenta Emmanuelle, “y le rogamos a menudo que interceda para alguna intención. Aconsejo a mi hija Anne que le pida su ayuda cuando la necesite”.

Los niños continúan generalmente viviendo con gran familiaridad con quien han perdido: “Audrey les protege”, explica Jérôme, el padre de la pequeña fallecida por un cáncer. “Ellos le hablan, sobre todo Béatrice, que tiene cinco años”.

Poner palabras al sufrimiento

Esos niños que han perdido a un hermano o una hermana maduran más rápido que los demás. Buscan por amistades a compañeros que hayan vivido un duelo: “Mi mejor amigo perdió a su padre. Hablamos juntos de eso y él me comprende”, confiesa Timothée, de 8 años, hermano de Cécile.

Espiritualmente, son niños avanzados. Se plantean antes que algunos adultos las preguntas más graves sobre el misterio de la vida humana, el sufrimiento y la muerte. La mejor de las terapias es hablar de quien ha muerto, incluso aunque se acabe llorando juntos a veces. Los amigos, un sacerdote, un médico… pueden desempeñar el papel de confidente y de acompañante. “Hay que aceptar que no hablen de ello con nosotros y que busquen la ayuda en otro lugar”, afirma Élisabeth.

Gwen, que dejó de jugar de un día para otro cuando su hermana Marie murió, arrastró durante mucho tiempo una especie de repulsión por la vida. “El pediatra aceptó recibirla en consulta”, cuenta la madre. “Él mismo acababa de perder a un familiar y le habló de todo lo que sentía a Gwen, que dijo: ‘Yo también me siento así’. Lloró mucho con él pero, al salir, me dijo: ‘Es demasiado duro, pero me ha venido bien’. Y eso le ayudó a salir de ahí”.

No hay que hacer de la muerte un tema tabú, pero tampoco convertirlo en un tema cargante. A veces es difícil para los padres ver a otros jugando con sus juguetes u ocupando su habitación, pero la vida continúa. Es esta fuerza vital de los niños la que a menudo permite a todos, padres e hijos, recuperar el impulso, especialmente si la fe alimenta la esperanza.




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