El reto de la educación es tan importante que muchos padres sueñan con encontrar el método “correcto”. ¿Pero dónde buscarlo? ¿En los libros? Hay miles de ellos sobre el tema, la mayoría escritos por personas competentes… lo que no les impide decir todo y su contrario. Entonces, ¿en quién confiar?
Quizás deberíamos preguntarnos primero qué es una educación exitosa. ¿Cuál es el propósito de educar a nuestros hijos? ¿Vamos a enseñarles solamente los usos necesarios para la vida social?
¿Acaso nuestra prioridad es que tengan un buen trabajo que les permita ganar mucho dinero, tener “éxito” en la vida o, al menos, permanecer siempre libres de la necesidad?
Como padres cristianos, ¿sentimos haber logrado lo más necesario al haber bautizado a nuestros hijos y enviarlos a catequesis? ¿A qué le damos más importancia, cuáles son los puntos en los que somos más exigentes?
La respuesta no es tan simple.
Probablemente valga la pena que nos tomemos el tiempo para detenernos y hacernos dos preguntas: ¿Qué significa para nosotros una educación exitosa? En la práctica, ¿qué hacemos al respecto? Las dos preguntas son complementarias.
A veces, de hecho, se puede gastar mucha energía y buena voluntad, pero en la dirección equivocada. En otros casos, sucede que tenemos principios excelentes… mientras que en la práctica diaria hacemos exactamente lo contrario.
¿Qué es la educación?
“Para responder a esta pregunta, hay que recordar dos verdades esenciales: la primera es que el hombre está llamado a vivir en la verdad y en el amor; la segunda es que cada hombre se realiza a sí mismo a través del don desinteresado de sí mismo“, decía san Juan Pablo II.
Nuestros hijos no son el resultado de la casualidad: han sido queridos y amados por Dios desde toda eternidad. Y Dios los creó para que participaran en su vida divina.
“Nos has hecho para Ti, Señor, y nuestro corazón no tiene descanso hasta que descanse en Ti,” dijo san Agustín.
¿No sería una educación exitosa la que le daría al niño los medios para cumplir su vocación como hijo de Dios? Con sólo hacer esta pregunta, vemos que no hay “una” educación exitosa, con criterios bien definidos, sino tanta educación exitosa como personas, siendo cada una absolutamente única.
También entendemos que no es posible que juzguemos aquí abajo el éxito o el fracaso de una educación. Tomemos el ejemplo del Buen Ladrón.
Sus padres pueden haberse arrepentido del comportamiento de su hijo, pueden haber pensado que se habían fracasado. Y sin embargo, este ladrón es el único santo canonizado durante su vida, ¡por el mismísimo Jesús!
En la educación, nadie puede jactarse de haber triunfado o sentir lástima por haber fracasado, y nadie puede liberarse de su responsabilidad.
Nuestra misión como padres no se acaba con la mayoría de edad de nuestros hijos, ni siquiera cuando salen de casa. Incluso cuando ya no podemos hacer nada directamente, podemos -debemos- rezar por ellos.
¿La receta para una educación exitosa?
Es saber que no hay receta. Aunque los libros puedan a veces sugerir consejos valiosos, animarnos o ayudarnos a pensar, incluso si los profesionales de la educación tienen un papel que desempeñar, complementario al nuestro, incluso si es importante que tengamos la sabiduría de escuchar los comentarios o consejos de nuestro entorno (los que miran a nuestros hijos desde el exterior a veces ven más claramente que nosotros), nadie puede educar a nuestros hijos mejor que nosotros mismos.
El secreto de una educación exitosa no se encuentra en los tratados de educación: se encuentra en Dios porque Él es el educador por excelencia, es Él quien nos ha elegido para ser parte de Su paternidad.
Y Dios nunca nos da una receta ya preparada, una respuesta prefabricada: nos invita a vivir la gran aventura del amor donde todo debe ser inventado, sin cesar, en la alegre libertad de los hijos de Dios.
Por Christine Ponsard