En los posts anteriores conocimos la vida y las truculentas experiencias de Astrid Daniela (1 y 2), así como su progresiva conversión de la mano de la Virgen (3). Actualmente intenta iniciar una nueva vida con la ayuda de diversos amigos que no solo la han acogido en su comunidad parroquial sino que también la están ayudando a reenfocar su día a día.
Para dejar la calle necesita un trabajo con el que pagar los gastos. Jordi Bosch, Director del Banco Farmacéutico y amigo común, la está ayudando a conseguirlo, porque, según nos dice: “quiero ofrecerle la posibilidad de una vida digna, que pueda dejar la vida que lleva. Queremos ayudarla a encontrar un trabajo que le dé por lo menos para comer y pagar la vivienda”.
Ahora mismo Astrid Daniela está en proceso de selección de personal. La ayudaron a escribir su currículum y está a punto de tener una entrevista con el departamento de recursos humanos de una gran empresa que emplea a personas en peligro de exclusión social en servicios de limpieza para aeropuertos y demás negocios o en el SAD (Servicio de Atención a Domicilio) a personas mayores o minusválidas.
Cuando hablo con ella de la hipotética necesidad que tiene de encontrar un trabajo para alejarse del que hasta ahora ha sido su forma de vida noctámbula, se lanza a hablar de sus experiencias pasadas. “Los problemas del mundo no se solucionan con dinero. Yo tengo algo de Dios. Yo entiendo muy rápido. Es como si tuviese alguien dentro de mí que me está guiando. Por eso, toda la vida he intentado ayudar a la gente.”
Ella ha sido un poco Robin Hood, me cuenta. Para ilustrármelo narra una de esas historias que atesora, nemorosas todas ellas como la misma selva colombiana: “Un día llegué a Armenia (Quindio). Me iban persiguiendo y estaba apurada. Toqué a una puerta y allí estaba aquella señora. Se le había muerto el marido y había quedado con tres niñitos. Era pobre: no tenía ni fuerzas, ni dinero, ni trabajo, ni inteligencia para sacar adelante a esa familia. Pero ellos compartieron conmigo un agua de panela y me hicieron entrar en su casa y me dieron un pedazo de arepa. Cuando vi a aquella señora me acordé de mi madre. En una pobreza absoluta. Solo tenía una cobija y la usaba para sus tres hijitos. Ella apenas se cubría por las noches. Yo veía tanto amor y humildad en aquella señora que le prometí al Señor sacarla adelante. Dormí y al día siguiente me levanté. Les dije que me esperasen en casa y me fui al centro a robar. Llegué donde aquella señora con un mercado enorme, aunque pensé que el mercado no era la solución.”
A pesar de todo, “cuando los niños vieron ese mercado parecía que hubiesen visto a Dios. Eso me daba un sentimiento que me hacía volver atrás, a mi infancia. Y pensaba, si alguien hubiese hecho con mi madre lo que yo hago con esta familia, mi madre hubiese tenido una razón menos para matarse.”
Poseída por este deseo de ayudar al prójimo y al necesitado, y no queriendo darles pan para hoy y hambre para mañana, “fui y le compré una máquina de moler maíz a la señora. Cuando la vio, ella gritaba que eso valía mucho dinero y yo le decía que nos estábamos preocupando por los niños. También compré un kilo de maíz y lo cocinamos. A partir de ese momento era como si yo fuese el padre de esa familia. A los niños se les veía el agradecimiento. Ellos, que habían perdido la fe y la esperanza, la habían recuperado conmigo.”
La intención era la de enseñar a aquella mujer un modo de ganarse la vida y de mantener a su familia: “La arepa es más de Medellín. Ella no sabía hacerlas. Pero le dije que hiciese bolitas con la masa, las aplanamos y con un taza hicimos la forma. Le compré dos parrillitas para cocinarlas. Nos pusimos en la puerta de la casa, que era muy pobre y no era ni de ladrillo. Yo le decía a ella que aprendiese, que yo me podía morir mañana. Le dije que no se olvidase de su pobreza y que vendiésemos arepas en la calle. Después tenía que guardar una parte de las ganancias. Le puse una tabla en la puerta para que los niños no pudiesen salir y la viesen mientras ella trabajaba y estuviese tranquila. Recuerdo que se vendió el quilo entero de maíz en arepas. Nos quedó para comprar tres quilos de maíz y sobró, aunque no mucho.” Astrid Daniela me cuenta que se quedó allí una semana y les devolvió la fe: “Les dejé mercado. Tenían más ollitas. Les dejé dos bultos de carbón. Les compré una estufa. Les regalé incluso un transistor para que oyeran música. Les regalé pilas que había robado. Después le dije que me tenía que ir, que había mucha gente que me necesitaba y que mi camino era muy largo. Y yo seguí, aunque antes les expliqué que tenían que vender tres productos diferentes: la arepa sola, la arepa con mantequilla para comer ahí, y la arepa con queso. Después les dije a los niños que me iba a comprar algo para ellos y me volé. Fue una pena. Aquellos niños me querían, dormían conmigo abrazados como si yo fuera la mamá.”
Llegados a este punto de la explicación se da cuenta de que todavía tiene que puntualizar más su afirmación de que no solo de pan vive el hombre: “Yo he tenido los bolsillos llenos de dinero, pero mi corazón vacío. Siempre sola, pensando únicamente en lo que era conveniente para mí.”
Reflexiona y se da cuenta de que lo que te da fuerzas es dar la vida por los demás, por aquellos que lo necesitan. No basta trabajar y tener un salario: “Yo lo tengo muy claro. Yo quiero ser un instrumento para que la gente también lo tenga claro. Se trata de comunicar esa fe. Yo hablo con las chicas que trabajan en la prostitución en el Camp Nou.”
A ella le gustaría mucho poder ayudar a sus compañeras de noche. La razón de darme esta larga entrevista, me dice, es que otras como ella la puedan leer y “cambien su mentalidad y sepan que hay quien puede escucharlas, buscarles otro trabajo, etc. De ellas no se puede esperar una conversión perfecta, pero por lo menos que no quieran consumirse y matarse en la prostitución, que está llena de enfermedades, de palizas y de peligros, y de miles de cosas negativas.”
Tras esto hace una afirmación contundente: “Yo solo me quiero parecer a San Francisco de Asís, que llegó tan alto sin nada.” Y me confiesa algo acerca de las chicas del Camp Nou y de la misión Santa María Magdalena. “Cuando las chicas se encuentran con Nacho en el Camp Nou se sienten acogidas. Ellas lo aprecian como un angelito. Le dicen el angelito de la noche. Pero aparece un día cada quince y ellas tienen la sensación de que así no se soluciona nada. Hay que encontrar más ayuda. Yo tengo una amiga, por ejemplo, que solo quiere ayuda económica, busca sobrevivir y no encontrar una solución para la vida. Hay que intentar dársela, porque creo que ese es el camino para que después quiera más. Yo voy el lunes al Ayuntamiento a ver si es posible hacer algo para estos casos y puedo ayudar, porque nadie conoce esa psicología del transgénero como yo”.
Mientras tanto, Nacho Sánchez y Jordi Bosch también barruntan montar una asociación orientada a ayudar a trans que quieran dejar la prostitución. Les seguiremos la pista.