El maravilloso y providente designio de Dios Padre, expresado en su amor creador, llegó a la admirable decisión de crear al hombre a su imagen y semejanza. Gracias a ello podemos amar, razonar y ser libres. Pero el pecado reventó esta providente gracia y armonía originales, introduciendo la muerte. Dios Hijo, en su amor redentor, nos rescató y devolvió la herencia perdida. Y esta nueva vida se selló definitivamente con la efusión de Dios Espíritu Santo, cuyo amor santificador prolonga en la Iglesia la gracia de Pentecostés.
No obstante, seguimos haciendo mal uso de nuestra libertad. El pecado deforma nuestra belleza y dignidad originales. Se trata de una ruptura al amor, a la razón y a la libertad.
Al amor, porque el pecado implica un rechazo a Dios y a su plan de amor; a la razón, porque es irracional oponerse a ese plan benéfico de Dios; y a la libertad, porque tal facultad está orientada naturalmente al bien que libera; no al mal que esclaviza.
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Libertad vs esclavitud
“El hombre es racional, y por ello semejante a Dios; fue creado libre y dueño de sus actos” (San Ireneo de Lyon, Adversus Haereses, 4,4.3).
La antítesis de la libertad es la esclavitud; y la mayor de ellas es el pecado. De esta esclavitud se desprenden toda clase de vicios que acaban generando nuevas formas de esclavitud y de pobreza:
“La solemne proclamación de los derechos del hombre se ve contradicha por una dolorosa realidad de violaciones, guerras y violencias de todo tipo: en primer lugar los genocidios y las deportaciones en masa; la difusión por doquier de nuevas formas de esclavitud, como el tráfico de seres humanos, los niños soldados, la explotación de los trabajadores, el tráfico de drogas, la prostitución”.
Uno de los valores fundamentales de la vida social
En efecto, ahora asistimos a una realidad que supera cualquier imaginación crítica. Las esclavitudes y miserias humanas proyectan su negra sombra sobre la vida social; sin embargo, estas no determinan irremediablemente las facultades humanas, ni opacan el perenne resplandor de la gloria de Dios. Los cristianos, en medio del vértigo de la vida ordinaria, estamos llamados a anunciar y testimoniar la verdad, la libertad y la justicia, como valores fundamentales de la vida social; llevados estos a la plenitud en la caridad.
“Solo Dios, que ha creado el hombre a su imagen y lo ha redimido del pecado, puede ofrecer a los interrogantes humanos más radicales una respuesta plenamente adecuada por medio de la Revelación realizada en su Hijo hecho hombre: el Evangelio, en efecto, ‘anuncia y proclama la libertad de los hijos de Dios, rechaza todas las esclavitudes, que derivan en última instancia, del pecado; respeta santamente la dignidad de la conciencia y su libre decisión; advierte sin cesar que todo talento humano debe redundar en servicio de Dios y bien de la humanidad; encomienda, finalmente, a todos a la caridad de todos’”
¿Hasta dónde alcanza la libertad?
Contrario a lo que algunos piensan, la libertad no es para hacer o no hacer según el antojo fluido de cada persona. La libertad implica la grave responsabilidad de su buen uso ya que este libera; por el contrario, una acción arbitraria tiende a esclavizar a la persona.
Lo que sí podemos hacer con la libertad es dirigir nuestra vida hacia la verdad, la belleza y el bien. Podemos, con la libertad, elegir el amor como norma suprema y fundamental de vida. Podemos, con la libertad, conducirnos con justicia y gratitud.
El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia acota al señalar:
“No se debe restringir el significado de la libertad, considerándola desde una perspectiva puramente individualista y reduciéndola a un ejercicio arbitrario e incontrolado de la propia autonomía personal” (n. 199).
“La libertad, por otra parte, debe ejercerse también como capacidad de rechazar lo que es moralmente negativo, cualquiera que sea la forma en que se presente, como capacidad de desapego efectivo de todo lo que puede obstaculizar el crecimiento personal, familiar y social. La plenitud de la libertad consiste en la capacidad de disponer de sí mismo con vistas al auténtico bien, en el horizonte del bien común universal” (n. 200).
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